¿Qué interés puede tener para un español de a pie lo que se decida o deje de decidirse en instituciones europeas como el Banco Central Europeo? Mucho más del que usted cree.

A priori podría decirse que lo que ocurre en las altas esferas de ciertas instituciones europeas, allá por Fráncfort, quedan muy lejos de nosotros. Sin embargo, las políticas monetarias de dichas instituciones nos afectan significativamente como país y como ciudadanos.
Este análisis, hay que dejar claro desde el inicio, no pretende hacer balance sobre si merece la pena que España esté en el euro o no. No se analizan aquí los beneficios que reporta la presencia de España en la eurozona, que son muchos, grandes y se dan por obvios. El objetivo de este análisis es el de estudiar una de las consecuencias negativas —porque también las hay— que tiene el hecho de que España esté en la eurozona en estas circunstancias.
Para comenzar a describir la situación, primero debemos hablar sobre la deuda española. Y es que, a diferencia de los casos de Grecia o Irlanda, el problema de España no se ha originado principalmente por una política económica derrochadora y opaca o por un endeudamiento casi inasumible del sector bancario. Si bien los casos de corrupción en España han sido y siguen siendo escandalosos, y son uno de los factores fundamentales de la penosa situación sociopolítica y económica de España, el total del dinero corrupto no constituye la más importante razón del endeudamiento español. Del mismo modo, la deuda del sector bancario español —que ha tenido que ser rescatado— no ha arrastrado al conjunto de la economía española como sí ocurrió en Irlanda, aunque sí ha puesto al límite la solvencia del país.
Lo que realmente provocó la crisis de deuda en España fue el incremento repentino del paro al inicio de la crisis económica. El crack financiero internacional de 2008 repercutió en España no sólo en el ámbito financiero, sino también en el mercado inmobiliario, cuyos máximos actores eran las instituciones financieras. La burbuja inmobiliaria española acabó por explotar y, con ella, desaparecieron millones de empleos dedicados al sector de la construcción. El Estado de Bienestar español, que protegía socioeconómicamente a sus ciudadanos en caso de pérdida de empleo, discapacidad, enfermedad o jubilación entre otros casos, se vio desbordado al tener que asumir millones de prestaciones de desempleo de manera repentina. Este aumento del gasto público se vio también acompañado de una pérdida importante de los ingresos, puesto que al perder tantos empleos se dejaron de ingresar millones de cotizaciones a la Seguridad Social española. En resumen; el sistema español tuvo que soportar un crecimiento obligado y repentino del gasto al mismo tiempo que perdía súbitamente una importante fuente de ingresos. El déficit, por tanto, se disparó y el Estado tuvo que recurrir a los mercados de deuda para poder sostener el sistema. Esta dinámica era y es sistémica —los elementos descritos responden en política económica a la definición de «estabilizadores automáticos»— y actúa al margen de la gestión política que pueda hacerse—así como del color político de la misma—, ya sea ésta buena o mala.

Al tiempo que España empezaba a endeudarse de manera importante —en términos de deuda pública— la lógica de los mercados financieros comenzó a ensañarse con la situación. Las agencias de calificación, cuyo papel en la creación de la crisis financiera internacional fue de cooperador necesario, rebajaron sucesivamente la calificación de la deuda española en un intento de recuperar imagen de rigorismo profesional. Estas rebajas de la calificación traían consigo un aumento del tipo de interés de la deuda debido a la desconfianza provocada en los mercados, lo cual provocaba no sólo que a España le costara más financiarse, sino también que tenía que pagar más por cada préstamo, debiendo endeudarse más aún. Resulta curioso que las rebajas de calificación de la deuda española se producían siempre a pocos días de una subasta de deuda, lo cual ofrece un sospechoso patrón que puede interpretarse como un intento de incrementar artificialmente el tipo de interés —y con ello el beneficio a la hora de prestar dinero— de la deuda española, lo que en una palabra se conoce como «especulación». Esta dinámica, sea como fuere, constituía y constituye un auténtico círculo vicioso que, en lugar de ayudar a la situación de España, agrava aún más la difícil situación del país.
Es aquí donde se plantea el problema de la deuda española y el euro. ¿Qué opciones tenía o tiene España? Muy pocas, y esto se debe a que España acuña como moneda el euro y no la peseta.
De haber seguido España con la peseta, podría haber recurrido a la estrategia que siguen países con soberanía monetaria —que dirigen la política de su propia moneda—, cuyo último ejemplo ha sido Islandia. Este país, que fue el primero en caer tras el crack de 2008, hizo algo más que negarse a pagar la enorme deuda que había dejado su sector bancario. Para sufragar su propia deuda, decidió crear más moneda —más billetes y monedas de metal— y pagar con ese nuevo dinero la cuenta pendiente. El problema de ese tipo de medidas radica en que el valor del dinero baja.
Un ejemplo: un valor de 100 unidades se representa por 100 monedas con valor de una unidad cada una; si se decide crear 100 monedas más, cada moneda valdrá la mitad que antes puesto que el valor 100 se representará ahora por 200 monedas con valor de media unidad.

Esta política monetaria es más compleja, evidentemente, pero es el método con el que muchos países solventan sus problemas de liquidez. Su efecto inmediato es la inflación —es decir, que la moneda reduce su valor—, lo que conlleva una pérdida de valor de sueldos, un aumento del precio de los productos, etc. Un trabajador que ganara 1000 pesetas, por ejemplo, podría seguir ganando 1000 pesetas pero, al bajar el precio del dinero, vería como su sueldo se rebaja realmente mientras que el pan, por ejemplo, sería más caro al requerir de más pesetas para pagar por la misma barra de pan.
Esto reduce la calidad de vida de manera brusca a corto plazo, pero la lógica de mercado otorga ciertos beneficios al mismo tiempo. A la vez que se solventan los problemas de deuda pública —y con ello muchas dificultades de financiación y estabilidad económica— se gana en competitividad, puesto que invertir ahora en ese país y contratar trabajadores sería más barato que antes. Según la lógica de mercado, el golpe brusco de la devaluación termina por compensarse con un rápido crecimiento económico basado en la competitividad. Eso es lo que ha ocurrido en Islandia, que ha recuperado la senda del crecimiento y está cada vez más cerca de poder ingresar en la Unión Europea, irónicamente.
España, por su parte, no puede acometer este tipo de medidas monetarias porque cedió su soberanía monetaria al Banco Central Europeo (BCE), una institución europea que, por cierto, no responde legalmente ante los Estados para evitar la posibilidad de que éstos puedan intervenir artificialmente en la economía continental. A España le habría venido muy bien que el BCE imprimiera más euros y con ello se sufragaran las deudas de España —también podría haberlo hecho con otros países, pero ya se ha explicado que el origen de la deuda española tiene otras razones—, porque la crisis de deuda se podría haber solucionado en 2010, cuando saltaron las alarmas sobre España.

Pero, ¿por qué no lo hizo el BCE? Hay dos respuestas a esto: una rápida y una más extensa. La respuesta rápida es que el objetivo del BCE no es el de asegurar el crecimiento económico y el bienestar de las economías que se sustentan en el euro —cuya política monetaria él decide—, sino garantizar la estabilidad de los precios. Como recoge el artículo 127. 1 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, «el objetivo principal del Sistema Europeo de Bancos Centrales, denominado en lo sucesivo ’SEBC’ será mantener la estabilidad de precios»[1]. La respuesta rápida es que crear más dinero, aunque sea para salvar la estabilidad de buena parte de la eurozona —que es la unión de los países que usan el euro como moneda—, va directamente en contra de los objetivos del propio BCE.
La respuesta extensa va más allá: hay un Estado dentro de la eurozona que tiene un poder de influencia notablemente superior al del resto de miembros, y ese Estado es Alemania. En primer lugar porque es el país que más dinero desembolsa para la financiación del BCE, en segundo lugar porque Alemania es el llamado «motor económico» del continente y se le atribuye por ello el liderazgo en un proceso de toma de decisiones que, en todo caso, debería ser colectivo y hasta desarrollado por el principio de unanimidad. No es casualidad que la sede del BCE —la modernísima y cara Eurotorre— se encuentre en Fráncfort, la capital económica de Alemania. Fue este país quien impuso, como condición indispensable para su ingreso en la eurozona, que el objetivo central del BCE fuera la estabilidad de precios y no el crecimiento económico y el bienestar de los países miembros. ¿Por qué? Porque Alemania tiene aún vivo el recuerdo del trauma económico que supuso, hace ya más de 90 años, el fenómeno de la hiperinflación[2].
Tras la I Guerra Mundial, la economía alemana se deterioró enormemente. El mayor problema que sufrió fue que el valor del marco —la moneda alemana antes del euro— cayó en picado y los precios se dispararon al punto de que una barra de pan pasó de costar unos pocos marcos a costar a los pocos días millones. El banco central alemán de entonces acabó emitiendo billetes de hasta 100 billones de marcos. Esta hiperinflación fue, sin duda, una de las causas por las que años más tarde el partido nacionalsocialista —generalmente conocido como nazi— acabó ocupando el poder en Alemania siendo un partido completamente minoritario y antisistema. El trauma de la hiperinflación sigue aún latente en el subconsciente económico alemán; de ahí que ponga por delante la garantía de que la moneda que utiliza no corra ningún riesgo de desestabilizarse a la sostenibilidad económica de sus socios y, en último término —por efecto dominó— a su propia seguridad económica.

Es por esta razón por la que España lleva ya tres años en la cuerda floja de la liquidez, manteniéndose perpetuo el fantasma del colapso y la necesidad de ser rescatados por la troika, lo que implicaría —como así ha resultado, sin ir más lejos, en Grecia— la pérdida de la política fiscal y, por tanto, la pérdida de soberanía de toda la política económica del país, que es lo mismo que afirmar que se pierde la soberanía nacional puesto que la economía es el mecanismo por el que se sostiene con recursos la nación. España no puede recurrir al mecanismo soberano de devaluación de la moneda para aliviar toda la presión de la deuda porque ha perdido esa soberanía, y quien ostenta esa soberanía se niega a aplicar esa medida en base a un reglamento que ha impuesto otro país en base a un trauma psicosocial del pasado.
Es decir, la parálisis económica que lleva años sufriendo España y el aumento continuo y agravante del paro —junto con la imposibilidad de financiación para sostener o emprender nuevas empresas que creen empleos— deriva de lo que se decide en las altas esferas europeas. Cuando en el noticiario vemos a hombres de traje elegante usando un lenguaje muy técnico podemos pensar que nos queda muy lejos pero, en realidad, están hablando de la posibilidad o no de permitir a España la opción de empezar a remontar. Es por eso que, como ciudadanos, nuestra obligación es la de prestar una enorme atención a lo que dicen o no dicen estas personas y la de actuar en consecuencia para defender como ciudadanos los intereses de España, que son los nuestros.

Es preciso que el BCE, como institución, y Alemania, como aliado nuestro que se supone que es, permitan una política monetaria menos escrupulosa en cuanto a estabilidad de precios. España no puede remontar si se la asfixia económicamente y se le ofrece como única opción el recorte absoluto, porque de esta manera sólo se consigue gripar el motor de la economía española. Si bien era necesario hacer un reajuste en la política fiscal española para hacer sostenible su economía —y ya se ha hecho sobradamente— también resulta necesario que desde Europa aflojen las correas y den facilidades a un país atrapado por las decisiones de otros. Con toda seguridad resultará más costoso tener que volver a arrancar el motor de la economía española, si éste se gripa, que limitarse a bajar una marcha.
[1] DIARIO OFICIAL DE LA UNIÓN EUROPEA (09/05/2008): Versiones consolidadas del Tratado de la UE y del Tratado de Funcionamiento de la UE. p. 104.
[2] FERGUSON, NIALL y ROUBINI, NOURIEL en EL PAÍS (10/06/2012), Esta vez, Europa está de verdad al borde del precipicio.
http://economia.elpais.com/economia/2012/06/08/actualidad/1339182933_906945.html
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