El poder de los medios en el debate político

DEMOCRACIA: El periodismo es uno de los pilares fundamentales para el mantenimiento del sistema democrático. Sin periodismo no puede haber ciudadanos informados y, sin una ciudadanía informada, el abuso de poder es una mera cuestión de tiempo. Pero, ¿quién vigila al vigilante? La libertad de expresión y el poder mediático conllevan una responsabilidad ineludible para con la sociedad. La posición de poder de los medios en la era de la información no se somete a ningún equilibrio y, sin equilibrio, el poder tiende a expandirse. Cómo sujetarlo sin caer en la censura es uno de los grandes dilemas de nuestra sociedad.

Álvaro M. Barea Ripoll

Periodismo. Fuente: Esther Vargas. Flickr.com
Periodismo. Fuente: Esther Vargas. Flickr.com

Los medios de comunicación juegan por definición un papel esencial en una democracia. Sirven no sólo como elemento de control sobre los poderes públicos y privados desde la sociedad civil, sino también como factor de cohesión sociocultural y, más importante aún, como agente informativo y pedagógico fundamental para una ciudadanía informada y capacitada para ejercer sus derechos y obligaciones para con la democracia. No en vano son llamados el cuarto poder y se consideran un pilar estructural  en la ampliación del concepto de separación de poderes del Estado democrático.

Sin embargo, la naturaleza del poder determina que éste siempre tiende a su valor absoluto; es por ello que en un Estado democrático de derecho siempre será necesario recurrir a contrapesos que sujeten este poder. Esta idea es la base sobre la que Montesquieu construyó su tesis sobre la separación de poderes. Imaginemos a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial unidos, los tres, por una cuerda que representa la unidad del Estado que ellos conforman. Cuando cada uno tira de la cuerda para su lado al seguir la naturaleza expansiva del poder, ninguno de ellos puede escaparse; cada uno mantiene sujeto a los otros y la cuerda formaría un triángulo que representa el equilibrio del Estado de derecho.

Pero, ¿qué ocurre con el cuarto poder? Pues ocurre que los medios de comunicación se mueven en un ámbito distinto de los poderes del Estado, puesto que los medios de comunicación no son parte constitutiva del Estado, sino de la sociedad civil. Es por ello que el cuarto poder no se ve sometido al principio del equilibrio por contrapeso y, si bien no es un poder del Estado, es un poder social, económico, cultural y político; un poder, en definitiva, y como todo poder tenderá a abarcar cada vez más.

Todo el poder de los medios de comunicación emana de la libertad de expresión puesto que, sin ella, éstos serían meros instrumentos propagandísticos sometidos a la censura de otro poder. Mediante la verdad y el derecho a discrepar –porque son, junto al multipartidismo, el mayor exponente de la pluralidad democrática—,  ejercen su función social y política de informar a la ciudadanía, pero también ejercen actores protagonistas en la generación de la opinión pública.

En este sentido, Bernard Manin –referente para cualquier politólogo— ya hablaba en 1998 de la democracia de audiencias, donde la opinión pública es el elemento definitorio que articula no sólo el debate político, sino también programas políticos y estructuras partidarias. Las nuevas tecnologías desarrolladas desde entonces, por su parte, no hacen sino acrecentar esta preponderancia de la opinión pública que, no olvidemos, se genera y evoluciona en los medios de comunicación. Por tanto, el poder social y político de los medios de comunicación es cada vez mayor y más protagónico.

El problema aparece cuando recordamos la naturaleza civil del cuarto poder, lo que significa que los medios constituyen entidades privadas y, por tanto, deben atender las necesidades propias del ámbito privado. Los poderes del Estado se sostienen materialmente gracias a los recursos recaudados por la Hacienda Pública, pero un poder civil se ha de sustentar materialmente por otras vías –como inversiones privadas, ingresos por suscripciones, audiencias de pago y la publicidad, entre otros— y es entonces cuando surge el dilema entre la responsabilidad pública y el interés privado.

Los medios de comunicación, y más en la era digital de la información, necesitan vender periódicos, tener una audiencia, vender una publicidad y recibir inversiones para poder seguir existiendo. En esta línea, Manuel Castells (2009) afirma que el objetivo es, básicamente, crear audiencia aunque no niega la existencia de otros intereses individuales que afecten a la actuación de los medios. La mediatización de la política, a su vez, merma progresivamente la profundidad y los tiempos del debate político; el Homo Videns –el “hombre que ve”, distinto del Homo Sapiens, el “hombre que piensa”— que describiera Giovanni Sartori (1998) se ha acostumbrado a ser un mero receptor de información, pierde progresivamente su profundidad analítica –la cual requiere un esfuerzo intelectual— y deja de cuestionarse aquello que está viendo para darle automáticamente credibilidad. Ya no sintoniza, por ejemplo, en televisión una sesión de control al Gobierno en el Congreso, tan sólo quiere un titular en el noticiario. La reflexión, la contraposición de ideas y la complejidad de ciertas cuestiones que el ciudadano ha de considerar no casan bien con la pasividad del espectador. Por tanto, la necesidad de obtener beneficios –es decir, su interés privado— obliga a los medios de comunicación a simplificar y modificar el debate político y, por tanto, a adulterar y desertar así de su utilidad pública.

Noticias. Fuente: Juanedc. Flickr.com
Noticias. Fuente: Juanedc. Flickr.com

Al primar el interés privado al interés público, la ciudadanía se antoja un mercado y, como ocurre en cualquier mercado, aparecen determinadas demandas y, en base a ello, determinadas ofertas. El antes ciudadano y ahora espectador no querrá toda la verdad, sino aquella verdad que quiera conocer y los medios, por tanto, tenderán a abandondar su labor pedagógica y satisfarán las demandas del espectador. Al mismo tiempo, la naturaleza privada de los medios de comunicación los hace responder ante un poder económico –ya sea un propietario o un consejo de administración— con intereses particulares, ya sean económicos, ideológicos, relacionales o de cualquier otra índole, que pueden estar o no en línea con la opinión pública.

Es de este modo que encontramos cada vez con mayor claridad en todas las sociedades democráticas medios de comunicación posicionados a un lado y otro en el debate político. En España, sin ir más lejos, se ha estudiado la cuestión y se ha demostrado la existencia de lo que Ramón Cotarelo (2004) llama una Brunete mediática, con líneas editoriales claramente identificadas con el conservadurismo. Del mismo modo, existe una prensa afín al progresismo y constituye la mayor fuente de información de la población española que se posiciona en la izquierda del espectro ideológico. Lo que cada vez escasea más, de hecho, es una prensa imparcial que atienda a los hechos y no confeccione una versión de los mismos a gusto de la audiencia y del interés corporativo.

En este escenario de posicionamiento mediático de quienes debían ser el mensajero y no el emisor del mensaje, el seguimiento de la actualidad política se hace desde la parcialidad, lo cual puede considerarse inevitable en una desvirtuación sistémica derivada de la naturaleza dual del periodismo y perfectamente tolerable siempre y cuando ese posicionamiento mediático se haga mediante argumentos y la exposición veraz de los hechos. Sin embargo, los puentes se queman si en ese posicionamiento –bien por fines económicos, por fines ideológicos u otros— el periodismo recurre a la falacia, la mentira y la difamación.

Eso es precisamente lo que ocurre en España en los últimos meses. Tenemos una prensa conservadora fuertemente posicionada, no tanto hacia a quién apoya sino más a quién ataca. En este sentido, el objetivo de los ataques es la formación emergente Podemos, que se yergue como estandarte de la nueva izquierda, y la estrategia es atacar con todo, sea verdad o mentira. De esta forma, en pocos meses, la prensa conservadora –esa Brunete mediática— ha acusado a Podemos y sus líderes de corrupción, nepotismo, financiación ilegal, fraude fiscal y hasta colaboración con banda armada, sin aportar una sola prueba. El ejemplo más sonado, el penúltimo, consistía en la acusación de financiación ilegal del partido con dinero proveniente de Venezuela e Irán, y cuyo desenlace ha sido la desestimación del caso por el mismo Tribunal Supremo, la demostración de la falsedad del supuesto informe policial que demostraba la financiación, y la confesión del periodista que publicaba las filtraciones –Eduardo Inda— reconociendo que la fuente de las filtraciones le marcaba un calendario de publicaciones acorde con el calendario político.

El último roce entre prensa y la formación morada es el desplante y movilización del gremio de prensa debido a las críticas que Pablo Iglesias, líder de Podemos, realizó acerca de los métodos de la prensa conservadora española planteando, incluso con un tono desenfadado al estar en un acto universitario, un análisis más benevolente que el que están leyendo.

Las críticas de Pablo Iglesias (en imagen) a determinada prensa se granjean la respuesta unánime del gremio. Fuente: Alex Robles (Flickr.com)
Las críticas de Pablo Iglesias (en imagen) a determinada prensa se granjean la respuesta unánime del gremio. Fuente: Alex Robles. Flickr.com

Lo más desconcertante es ver que la indignación mediática para con el político no se queda en la prensa conservadora sino que también hay medios tradicionalmente considerados progresistas –algo a revisar, por cierto, ahora que la política española no es bipartidista sino esencialmente tetrapartidista— que han abrazado el corporativismo en lugar del espíritu autocrítico. Era de esperar que el diario El Mundo publicara una editorial al respecto, puesto que los comentarios de Iglesias hacían referencia a ese diario y a uno de sus periodistas, pero sorprende la editorial que también publica el diario El País –“Iglesias ataca a la prensa”— en la que se identifica la crítica con el ataque y con “el estilo bolivariano”.

Esa misma editorial recoge que “la regla de juego básica de la prensa en una democracia es la veracidad y que su labor fundamental es el control del poder para evitar abusos” (EL PAÍS, 22/04/16). Precisamente esa falta de veracidad y esa falta de control del poder es lo que caracteriza, y cada día más, a los medios de comunicación en esta democracia de audiencias. Un poder mediático, como ocurre en España, donde el fin justifica los medios, donde el número de ejemplares vendidos justifica las mentiras, donde el corporativismo ha sustituido el espíritu autocrítico y donde parece haber algunos que defienden la libertad de expresión si y sólo si ellos son los únicos en poder ejercerla. Todo lo demás –una crítica externa, incluso en un ambiente distendido— es un ataque a la democracia, dicen. Se olvidan que el verdadero ataque a la democracia es poner la información que necesita la ciudadanía a los pies del interés particular. Decía George Orwell que el periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques; todo lo demás son relaciones públicas.

En definitiva, el dilema entre el interés privado y la utilidad pública de los medios de comunicación resulta siempre a favor del primero y, si consideramos su posición de poder al manejar una opinión pública cada vez más preponderante, la ausencia de contrapesos al cuarto poder la naturaleza tendente al absolutismo de todo poder, nos encontramos ante la preocupante situación en que la salud democrática de una nación depende de la buena voluntad de de unos consejos de administración. En España, por lo que vemos, no hay buena voluntad sino más bien opinión publicada, corporativismo y abuso de poder.

 

MÁS INFORMACIÓN:

CASTELLS, Manuel (2009), Comunicación y Poder, Alianza, Madrid.

COTARELO, Ramón (2004), ¿Hay una Brunete mediática en España?, en Revista Política y Sociedad, Vol. 41, nº 1, Madrid.

DIARIO EL PAÍS, Editorial (22/04/2016), Iglesias ataca a la prensa.

GIL CALVO, Enrique (2003), El miedo es el mensaje. Riesgo, incertidumbre y medios de comunicación, Alianza Editorial, Madrid.

MANIN, Bernard (1998), Los principios del gobierno representativo, Alianza Editorial, Madrid.

SARTORI, Giovanni (1998), Homo videns: la sociedad teledirigida. Taurus, Madrid.

 

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