Los discursos y decisiones de quienes ocupan un asiento en la política influencian la actitud de toda una sociedad hacia las personas extranjeras. Es inevitable preguntarse si no debería haber migrantes allí donde esas narrativas y ese proceder se cristalizan.
Santiago Sánchez B. / @SantiagoSanB
“Emigrar es vivir sorprendiéndote de que te traten normal”. Con esas nueve palabras, un hilo de Twitter zurcía una infinidad de experiencias vitales. Un sentimiento plasmado de forma concreta y evocativa, que explica la complejidad de esa atmósfera que rodea a quienes venimos de fuera. “Que te traten normal” los funcionarios, los policías, tus vecinos, tus empleadores, tus compañeros de trabajo, y todo ese sistema social que una vez nos abraza -o nos repele-, define si cabemos en alguno de sus pliegues.
Por eso, que nos traten “normal” no es una cuestión de formas y delicadezas. Se trata del fondo: en el trámite y el trato se mide la actitud de toda una sociedad hacia las personas extranjeras. Y lo cierto es que tanto esa arquitectura normativa como la conducta ciudadana están influenciadas – y en gran medida definidas- por los discursos y las decisiones de quienes ocupan un asiento en la política.
Es inevitable preguntarse, al hilo de todo lo anterior, si no debería haber migrantes allí donde esas narrativas y ese proceder se cristalizan. Y es sorprendente que, pese a los cambios demográficos de tan alta intensidad que España experimenta desde hace más de veinte años, esa pregunta siga sin respuesta. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), a enero de 2021, el 11,6% de la población empadronada en España viene de otros lugares del mundo. Sin embargo, de los 350 representantes que ocupan el Congreso de los Diputados, solo tres son de origen extranjero.
En ese escenario, como una pelota sin dueño, la cuestión migrante salta de escaño a escaño, a la izquierda y a la derecha. Un estudio de la fundación PorCausa puso de relieve que existe una intensificación exponencial de la actividad sobre políticas migratorias desde el surgimiento de Vox, con una orientación mayoritariamente antiinmigración y “abiertamente xenófoba”. Frente a esta ofensiva, la respuesta de otras formaciones políticas ha sido “modesta”. Entre discursos que producen titulares sin contexto y bulos sin sentido, o que a veces se construyen sobre ellos, se diluye esa vulnerabilidad elástica y multiforme que afecta a los inmigrantes, dejando un residual homogéneo, simplista si se quiere, y exponiéndolo como un problema de papeles irresuelto, en el que la persona está en la mira de la ley, a los pies de ella, como objeto de ella, pero nunca como creador suyo.
Esos discursos disuelven también la oportunidad como paradigma. El poder creativo de los migrantes, por ejemplo, está pocas veces en alguna de sus líneas. Y ni qué decir de las contradicciones de la burocracia y el marasmo institucional que impiden explorarlo. Ahí también se hace evidente la ausencia de la voz foránea, esa que soporta pacientemente el desierto jurídico y económico al que les empujan los retrasos de las resoluciones administrativas, y que podrían solucionarse si la voluntad política se lo permite.
Habrá quién diga que para eso está la representación y el manido “diálogo social”. Para que aquellos que necesitan ser escuchados puedan serlo en diferido, aunque la voz que se oiga nunca sea la suya. “No se necesita ser de una minoría para defenderla” me dijo una vez un académico de la derecha española. Y quizás no le falte la razón. Sin embargo, la acción y el efecto de representar a otros es una tarea que a veces rebasa las convicciones y creencias. A veces, hace falta ser, haber vivido, haber sufrido, para narrar y para defender.
También es cierto que la participación en lo público no está limitada a escaños y hemiciclos. Dirán algunos que la política comienza muy lejos de ahí. Y también tienen razón. Sin embargo, en términos de participación electoral, el escenario no es esperanzador. Una investigación periodística desarrollada en 2019 por ElDiario.es cifraba en 73% el porcentaje de extranjeros que aun viviendo de forma regular en España, no tenían derecho al voto.
Esos dígitos recogían, entre otros, a los inmigrantes que no caben en alguno de los doce acuerdos de reciprocidad de España con otros países, y que permiten votar en procesos electorales del ámbito municipal, a quienes no tienen el privilegio de ser ciudadanos comunitarios; y a quienes, a pesar de haber nacido en este suelo y vivir en él toda su vida, no han logrado obtener la nacionalidad.
¿Cómo dibujar desde ese limbo, en el que no se puede elegir ni legislar, la magnitud de un fenómeno como la migración? ¿Cómo decirle a un país que queremos ser parte de él? ¿Cómo ser incluidos sin ser vistos ni escuchados?
El emprendimiento y el activismo se han consolidado como escenarios para la reivindicación de las aportaciones que la población migrante hace al desarrollo local. El argumentario es cada vez más robusto, y va desde el potencial del talento multicultural para enfrentar los desafíos de competitividad de un mundo cada vez más heterogéneo y conectado, hasta el reto demográfico de una sociedad que envejece sin relevo. Esos argumentos y reflexiones suelen estar aparcados mientras discursos desbordados de odio, estereotipos y prejuicios campan a sus anchas.
El sistema político español tiene la responsabilidad -y el adeudo- de abrir espacios de participación que garanticen que las voces teñidas de acentos lejanos se puedan oír, y así, crear políticas públicas que no sean un privilegio inalcanzable para cinco millones de personas, cuestionar las narrativas dominantes y ciertamente reduccionistas sobre la migración, y construir un relato de país hilado que inicie con otras nueve palabras: La dignidad es tener un lugar en el mundo.

Periodista de origen colombiano con estudios en Políticas Públicas. Asesor en temas Economía del Grupo Municipal Más Madrid en el Ayuntamiento de Madrid. Fundador de Voice (Es), una iniciativa para impulsar la participación migrante en España.
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