OPINIÓN: No debemos confundir dificultad con crisis. La larguísima historia de la Iglesia católica es la mayor prueba de su resistencia.
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Que la Iglesia no pase por su mejor momento es algo evidente. En las últimas décadas la fe católica ha ido perdiendo en su propio feudo —Occidente— numerosos fieles a favor del agnosticismo o de otras confesiones, el marco moral de las sociedades tradicionalmente católicas se diferencia del dogma cada vez con más notoriedad, y la renuncia del Papa ha abierto un debate sobre una crisis institucional interna que seguro perjudicaría a la estabilidad del legado de Pedro.
Todos estos hechos colocan a la Iglesia Católica en una posición difícil; sin embargo, debemos diferenciar entre la dificultad y la crisis. Una crisis constituye un punto de inflexión que afecta al devenir histórico; crisis para la Iglesia fueron la caída del Imperio Romano de Occidente, los Cismas de Oriente y Occidente o la Reforma. La pérdida de un porcentaje menor de sus fieles supone un revés pero desde luego no una crisis; sobre todo porque el balance de fieles a nivel global es, de hecho, que hoy hay más católicos en el mundo que hace unos años.
No se puede negar, sin embargo, que la pérdida de fieles en feudo tradicionalmente católico supone un traspiés para el Vaticano; gran parte de este distanciamiento se debe a la fricción que hay entre el dogma católico y una serie de principios éticos y morales que estas sociedades han adoptado, pero hay que contextualizar. Conceptos como el matrimonio homosexual, el sexo fuera del matrimonio, el aborto o la eutanasia se dan por generalmente aceptados en muy pocas sociedades del planeta, en realidad. Tomando Europa como referente —feudo continental del catolicismo durante siglos y donde el respeto a los valores humanos es un valor en sí mismo, vanagloriándose sus ciudadanos de ello— la eutanasia y el matrimonio homosexual no son aún legales en muchos países, y el aborto plantea numerosos debates en los que no hay un consenso. En otras regiones del mundo no tan libertarias, varios de estos conceptos ni siquiera se plantean en un debate público. Hablamos, por tanto, de una fricción minoritaria aunque sí muy provechosa a la hora de hacer crítica desde un progresismo etnocentrista occidental. Concebir el creciente desapego europeo a la Iglesia como un fenómeno inevitable en otras sociedades —en Latinoamérica, en Asia, en África— supone un ejercicio de soberbia cultural.
A nivel institucional, resulta absurdo considerar las rivalidades internas de la actual curia vaticana —las encarnadas tanto por el cardenal Bertone o las órdenes neocon como por otros sectores de la élite clerical— remotamente similares a las acontecidas siglos atrás en el seno de la Iglesia. Mantener un pulso político para asignar al nuevo gestor del Banco Vaticano —pulso que, por cierto, ganó Benedicto XVI— en absoluto supone un elemento desestabilizador de la Iglesia, puesto que la historia demuestra que este tipo de fricciones internas son inherentes al funcionamiento de la cúpula vaticana.
La renuncia de Benedicto XVI al papado tampoco supone ningún problema a la estabilidad de la Iglesia. Si bien resulta extraño ver a un Papa renunciar, Ratzinger nunca descartó públicamente la posibilidad de abdicar cuando no se fuera incapaz de ejercer. Tal vez lo raro sea no renunciar al cargo y aferrarse a él hasta desembocar en una situación teológica digna de Kafka, como ocurriera con Juan Pablo II. En todo caso, la abdicación supone un gesto que devuelve cierto crédito a un Papa impopular. La maquinaria de la Iglesia, por su lado, ni se inmuta; ya ha visto pasar a muchos papas y tiene el procedimiento asumido casi como una rutina. Ya estamos, de hecho, en tiempo de sede vacante hasta la celebración del Cónclave, el cual designará al nuevo pontífice. Tan arraigado está este procedimiento —perfectamente codificado en la legislación canónica— que en ningún momento se altera el statu quo.
En cuanto al futuro inmediato del Vaticano, el colegio cardenalicio al completo ha sido designado por los dos últimos papas, los cuales compartían la misma línea teológica. Debido a esto, en la élite vaticana la balanza entre el conservadurismo y el progresismo se decanta claramente por el primero. Es, por tanto, de esperar que el futuro Papa se parezca en las formas al carismático Juan Pablo II en un intento por recuperar esa conexión entre el supremo pontífice y las masas de fieles, pero que al mismo tiempo mantenga la misma esencia doctrinal que éste y que Benedicto XVI. De este modo, la perspectiva de cambio sustancial en la Iglesia quedaría lejos.
Por todas estas razones cabe concluir que la Iglesia Católica puede afrontar un escenario desfavorable —desde luego no tan plácido como en tiempos de las dos espadas— pero desde una perspectiva global e histórica, la situación actual supone más bien un a incomodidad que una crisis. Más de mil millones de fieles en todo el mundo dan buena prueba de que los cimientos del Vaticano no se agrietan, más cuando hablamos de un concepto tan arraigado en la propia identidad como es la religión. Es de esperar que la Iglesia haga en el futuro próximo alguna concesión teológica a los nuevos tiempos de Occidente, pero el gesto será mínimo. Los fieles, las naciones y sus valores vienen y van, pero la Iglesia perdura, como así ha sido desde hace dos mil años.
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