A FONDO: La Iglesia católica es la única institución política que ha logrado sobrevivir en el tiempo durante casi dos milenios. Ha salido airosa de revoluciones, cambios políticos, nuevos conocimientos y épocas de oscurantismo. Un pequeño repaso por una parte de su historia ayudará a ver con mayor perspectiva los acontecimientos actuales en la Ciudad del Vaticano.

Para criticar a los partidos comunistas prosoviéticos, los ideólogos y militantes afines al trotskismo utilizaban en muchas ocasiones el argumento de que el centralismo democrático de Lenin era un calco del modelo político de la Iglesia católica, y lo cierto es que a pesar de usar el argumento tan sólo como un recurso propagandístico, si hacemos una lectura fría, observamos cómo no estaban en absoluto tan lejos de la verdad los correligionarios del antaño jefe del Ejército Rojo.
Efectivamente, la mayoría de partidos políticos modernos (comunistas o no), copiaron y adaptaron las bases del derecho canónico que venía rigiendo la Iglesia desde los tiempos del Concilio de Nicea (siglo IV), pero no por un ataque de catolicismo nostálgico, sino únicamente por un fin utilitario y racional: la búsqueda de la perpetuación. La Iglesia católica es probablemente la única institución política que ha logrado pervivir en el tiempo durante casi dos milenios, sobreviviendo a todo tipo de convulsiones, revoluciones, cambios políticos, vaivenes económicos y descubrimientos tecnológico-científicos, y saliendo airosa incluso de los siglos oscuros de la Edad Media o de las revoluciones contemporáneas que cortaron la cabeza a más de un monarca, otrora todopoderoso. Mientras el Imperio Romano, la Persia Sasánida, Bizancio, México-Tenochtitlán, el Califato de Bagdad o el Khanato del gran Genghis perecían ante la ofensiva de nuevas potencias o debido a disputas internas, la Iglesia Católica sobrevivía y en muchos casos se fortalecía.
Solamente basta con adentrarse en la Ciudad del Vaticano y observar la inmensa placa con los nombres de los 265 pontífices que han ocupado la silla de San Pedro para darse cuenta de la fortaleza de la institución, al margen del credo religioso que representa. En nuestra opinión, los factores esenciales que le han permitido navegar a lo largo de los siglos sin zozobrar, soplasen los vientos en la dirección que fuese, han sido el derecho, la tradición y la acción. Esto es, una base jurídica sólida y un sustrato doctrinal perenne, equilibradas con una tendencia a la acción cuando se percibe una amenaza (acción que puede ser tanto el cambio a través de un Concilio como una cruzada sangrienta contra un grupo considerado herético). Así pues, derecho, tradición y acción han permitido a la Iglesia combinar las tres legitimidades constitutivas del poder político (legal, tradicional y carismática), definidas por Weber[1].

Estos factores, impregnados de realismo político más que de convicciones teológicas, permitieron a la Iglesia abrirse camino desde los Concilios Ecuménicos paleocristianos (donde se dio unicidad al culto católico al condenar todas las interpretaciones cristianas alternativas como la copta o la arriana, aprovechando la colaboración de los emperadores cristianos Constantino y Teodosio) y resistir ante los dos cismas medievales de Oriente (separación de la Iglesia ortodoxa) y Occidente (papado rebelde de Avignon). Del mismo modo, la Iglesia logró mediante el Concilio de Trento (1556) neutralizar la Reforma Protestante de luteranos y calvinistas, que si bien no logró restaurar la unicidad del culto anterior en Occidente, al menos permitió a los pontífices limitar la expansión del protestantismo, cuya fuerza misionera, salubridad espiritual y modernización del dogma habían sentado las bases para que las sociedades europeas de la era de los descubrimientos abandonasen definitivamente el corrompido y arcaico culto católico para pasarse a las filas luteranas. La Iglesia católica no sólo sobrevivió sino que contraatacó política y militarmente, y la Guerra de los Treinta Años dejó una Europa cristiana equilibrada entre ambos bandos, pero con una potencia dominante católica, como era la Francia de Luis XIV. En este contexto de la Edad Moderna, el apoyo de importantes y poderosas familias italianas (Orsini, Medici, Barberini…), hizo que la Iglesia continuase cobijada bajo el paraguas de los nuevos sujetos políticos surgidos tras el renacimiento, incluyendo a los monarcas de las monarquías absolutistas.
Sin embargo, los franceses cambiaron un siglo más tarde la cruz por la llama de la Ilustración, y la revolución que desencadenaron no sólo cortó la cabeza del descendiente del Rey Sol, sino que inició una secularización social al amparo de los nuevos movimientos nacionalistas. Esta oleada de laicismo apostaba por la ciencia y la razón frente a la magia y la fe, y se extendió por el resto del mundo cristiano, socavando de nuevo los pilares de la Iglesia Católica, hasta el punto de que tras la unificación italiana, el nuevo gobierno despojó a la institución religiosa de sus dominios territoriales (Estados Pontificios) en 1870, dejando a la curia vaticana sometida a un poder laico. Una vez más, la Iglesia se anticipó a los acontecimientos al haber convocado un año antes el Concilio Vaticano I y reformulado sensiblemente el dogma para adaptarlo a las nuevas realidades de la revolución liberal e industrial, al mismo tiempo que utilizaría la inmensa fuerza social que aún conservaba (especialmente en Italia) para apoyar al movimiento fascista de Mussolini décadas más tarde, el cual una vez en el poder, recompensó el apoyo eclesiástico firmando el Tratado de Letrán (1929) con el papa Pío XII, tratado por el que nacía un nuevo Estado: la Santa Sede. De este modo se consagraron las fronteras de la Ciudad del Vaticano que conocemos en la actualidad, permitiendo a la Iglesia recuperar la dualidad de poder (terrenal y espiritual). De este primer Concilio Vaticano surgió la infalibilidad papal, lo que supuso una reacción a la secularización, reforzando la autoridad espiritual del pontífice.

Tras el final de la II Guerra Mundial y el surgimiento en Occidente de la nueva sociedad “abierta” (en la terminología con que la definen Karl Popper y Ramón Cotarelo[2]) se inició un nuevo ciclo político caracterizado por el crecimiento económico, la sociedad de consumo y la revolución educativa, que socavó los cimientos de la estructura familiar y social tradicional. Ante las nuevas demandas de esta sociedad (que combinaba su escepticismo hacia la Guerra Fría con la música pop, los pantalones vaqueros o la libertad sexual), la Iglesia católica se vio de nuevo obligada a realizar cambios importantes en su funcionamiento, ante el riesgo de perdersu parroquia en el mundo desarrollado. La amenaza en esta ocasión no era militar como lo había sido anteriormente, pero sí lo suficientemente importante como para llevar a cabo una nueva reforma.
Así nace el Concilio Vaticano II en 1959 de la mano del pontífice Juan XXIII, cuya personalidad más acorde con los nuevos tiempos, permitió que se pudiesen acometer diversas reformas que los cristianos de base venían reclamando desde hacía décadas. La clave del éxito del concilio fue en esencia la restauración de los canales de comunicación entre la Iglesia y sus fieles; situaciones que hoy en día nos parecen tan habituales como escuchar una misa en la lengua vernácula del país en lugar de en latín o ver a un cura cantando y tocando la guitarra sentado en el suelo de igual a igual con sus feligreses, provienen de la doctrina social surgida de este concilio.
Pablo VI prosiguió el legado de su antecesor e incluso lo intensificó, posicionándose abiertamente frente a dictaduras nacional-católicas como la de España, lo que provocó grandes tensiones entre los nuncios vaticanos y los arzobispos de dichos países. Al mismo tiempo, Pablo VI se posicionó en contra de las tensiones de la Guerra Fría y los conflictos regionales que de ellas se derivaban, elaborando un discurso político pacifista y antinuclear que permitía que la Iglesia no se desconectase del todo de los nuevos movimientos sociales de izquierdas surgidos tras el Mayo del 68 (ecologismo, antibelicismo, feminismo…)
Al morir Pablo VI, el cónclave eligió como nuevo pontífice al cardenal Luciani, que tomó el nombre de Juan Pablo I, fusionando las denominaciones de los dos papas anteriores, en una clara demostración de intenciones sobre su deseo de proseguir con las reformas de sus antecesores y el espíritu del Concilio Vaticano II. Sin embargo, el nuevo pontífice fue un paso más allá, y llevó las reformas al propio seno de la Iglesia (no sólo a sus relaciones con las sociedades), y en particular, inició una cruzada contra la mafia (muy potente en gran parte del país durante aquellas décadas) con la intención de esclarecer las probables conexiones entre varios capos de la mafia siciliana y el banquero Michele Sindona, accionista del banco Ambrosiano junto a varios miembros de la jerarquía eclesiástica (cardenales, obispos…), presuntamente involucrados también. Ello le costó la enemistad de parte de la curia vaticana, y 33 días después del inicio de su papado murió en circunstancias aún no esclarecidas. La relativa juventud del Pontífice y la negativa de la Santa Sede a cualquier investigación forense hicieron sospechar a una parte de la opinión pública de que Juan Pablo I podría haber sido asesinado por la propia curia vaticana, lo que sin duda hubiese significado un escándalo de gravísimas consecuencias para el devenir de la institución católica. En cualquier caso, fuesen las que fuesen las causas del fallecimiento, lo cierto es que se produjo un choque frontal durante aquellas semanas entre el pontífice y la curia, lo que como veremos a continuación, se ha producido de nuevo durante los últimos años del papado de Benedicto XVI.
En este periodo extraoficialmente convulso en el seno de la Iglesia se volvió a requerir un ocupante a la silla de Pedro. Si bien el dogma católico postula que es el Espíritu Santo quien elige al nuevo primado de la Iglesia, la tercera persona de la Santísima Trinidad decidió escoger a una figura innovadora en muchos aspectos. Por primera vez en varios siglos, el Cónclave de cardenales no eligió papa a un italiano, sino a un polaco: Karol Wojtyla.

Quien a partir de entonces fue conocido como Juan Pablo II se consagró como una figura especialmente carismática en la política internacional. El haber sido un sacerdote católico en la Polonia ocupada por la Unión Soviética le impulsó a tomar bando en la Guerra Fría, abogando por la apertura del bloque soviético y la independencia de su país. El apoyo del Vaticano a plataformas opositoras como Solidarnosç tuvo como resultado la revolución de 1989 que llevó el multipartidismo a Polonia, dando inicio al fin del bloque soviético[3].
Del mismo modo, su experiencia como actor en su juventud le fue de gran ayuda a la hora de relacionarse con los fieles en los numerosos actos multitudinarios que él promovió. La química entre el papa y los fieles en actos masivos se complementó con una increíble actividad peregrina durante su papado, convirtiéndose hasta la fecha en el papa que más viajes y más kilómetros ha recorrido en su misión como primado de la Iglesia. El papa viajero se convirtió en un líder mundial no sólo por el poder institucional y religioso que lo sostenía, sino también por su propia personalidad e influencia. En este sentido, también ganó influencia internacional al promover activamente el diálogo interreligioso con el resto de confesiones religiosas.
Pero Juan Pablo II no era sólo un relaciones públicas o un líder político; debía ser ante todo un líder religioso y debía atender a cuestiones teológicas. En este sentido, Juan Pablo II se distinguió por una línea teológica conservadora, negándose a modificar los postulados dogmáticos de sus antecesores. Es en este punto, y en realidad el más importante, donde pueden encontrarse los aspectos más polémicos de su papado.
Y es que el escenario de las bases clericales católicas a su llegada al papado era el de una confrontación entre dos corrientes: el conservadurismo y el progresismo. La posición de Roma, con Wojtyla en su mando, fue la de apoyar al sector conservador, apartando paulatinamente a los sacerdotes progresistas al silencio, a su renuncia o a las misiones. El rechazo frontal de Roma a la Teología de la Liberación que se extendía por Latinoamérica, teología que pretendía enlazar el credo cristiano con la inspiración de postulados marxistas fue el mayor exponente del posicionamiento del Vaticano en la disputa entre ambas corrientes internas.

Es así como se favoreció la movilidad vertical en la jerarquía eclesiástica a los sectores dogmáticamente conservadores y, de este modo, se dio paso a una nueva estructura en el seno de la Iglesia[4]. Nuevas órdenes cristianas, como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, Camino y Liberación, o el Camino Neocatecumenal, se abrieron paso en la jerarquía romana gracias a los diferentes recursos que aportaban al Vaticano. Es así como Juan Pablo II pretendía asentar las bases de una Iglesia refundada bajo este principio conservador en el fondo e innovador en sus métodos. Así, el Opus Dei aportaba su financiación y sus contactos en las élites nacionales, los Legionarios de Cristo su expansión en Latinoamérica —en oposición a la Teología de la Liberación—, Camino y Liberación proporcionaba contactos con la política italiana que siempre ha estado conectada al Vaticano, y el Camino Neocatecumenal aportaba una creciente legión de fieles.
Esta reestructuración de la Iglesia ha definido a ésta desde entonces, puesto que el papado de Juan Pablo II duró 27 años. De este modo, los sacerdotes que promocionaron en la escala jerárquica de la Iglesia al inicio del papado de Wojtyla componen ahora la élite de la Iglesia. Es por ello que, al morir éste, la línea dogmática de la Iglesia quedara asegurada en el futuro.
Es así que, a la muerte de Juan Pablo II, el Cónclave de cardenales—formado casi en su totalidad por cardenales ordenados por el mismo Juan Pablo II—eligiera como papa a una figura de continuidad. Esta figura no fue otra que la mano derecha del anterior pontífice: el cardenal Joseph Ratzinger, conocido a partir de entonces como Benedicto XVI.

El nuevo papa, que poco tiempo atrás era conocido como el rottweiler de Dios, se había encargado precisamente de sostener la línea dogmática del papado de Juan Pablo II. Siendo el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe —a la que los críticos a la Iglesia les gusta recordar como heredera de la Santa Inquisición— lideró la estrategia para anular la Teología de la Liberación y para conservar y defender la posición teológica de la Iglesia frente a las crecientes fricciones con la cultura postmoderna de las sociedades desarrolladas.
Desde el inicio del pontificado la consideración hacia Benedicto XVI fue menor que la prestada a su antecesor. El perfil del nuevo papa no era el de una estrella mediática como el de su antecesor, sino el de un teólogo y académico. Asimismo, si bien el pasado de su antecesor —el de un actor y sacerdote perseguido por el comunismo invasor— era inspirador, el de Benedicto XVI —miembro de las juventudes hitlerianas en la Alemania nazi— era polémico. De este modo, y debido también a las altas expectativas que se tenían del sucesor de Juan Pablo II, la conexión entre el papado y los fieles se resintió dentro de la permanente adhesión de las masas católicas a su líder espiritual.
Tampoco ayudaron a su imagen internacional las polémicas declaraciones que hiciera sobre el Islam en 2006 en la Universidad de Ratisbona[5]. El diálogo interreligioso se vio mermado en varias ocasiones, si bien las relaciones con el Judaísmo se vieron fortalecidas —y es irónico, teniendo en cuenta su pasado—. En general, la figura del papa perdía carisma tanto de puertas para adentro como de puertas para afuera.

El papado de Benedicto XVI ha sido más turbulento que el de su antecesor, sombra de la que nunca pudo escapar, debido a numerosos escándalos. Primero, el escándalo de abusos sexuales por sacerdotes de todo el mundo a niños décadas atrás, después la tormenta política interna que desató el despido del presidente del Banco Vaticano —donde se han dado acusaciones de blanqueo de dinero— y, finalmente, el mediático caso Vatileaks[6], en el que el mayordomo del propio papa —Paolo Gabriele— filtrara documentos internos del Vaticano a la prensa; todos ellos mermaron el papel de la Iglesia tanto de cara al exterior como de puertas para adentro.
Sin embargo, la figura del papa no se debe representar por lo acontecido en su mandato sino por su papel en los mismos, y el caso más ejemplar es el escándalo por abusos sexuales. No es que el último papa haya fracasado en su intento de ocultar el escándalo, sino que fue él mismo quien tomó la iniciativa de depurar las filas del clero que, como resultado, dio lugar a la publicación del escándalo. Del mismo modo, las luchas intestinas en el seno de la curia vaticana mermaban su autoridad[7] precisamente porque esta curia es aquella que instaurara su antecesor —con especial relevancia de las órdenes neocon— y el último papa ha promovido una contra-reformulación de la jerarquía eclesiástica al restarle cuotas de poder a ésta a favor de las órdenes tradicionales como los jesuitas y los franciscanos. Evidentemente este último papa era dogmáticamente conservador, pero no ha querido consolidar más el conservadurismo dogmático ni llevarlo más allá al ser consciente de que la pervivencia de la Iglesia pasa necesariamente por adecuarse en la medida de lo posible—y es ahí donde entran en competición el conservadurismo y el progresismo teológicos—a los nuevos tiempos de las sociedades donde viven los católicos de hoy día y del futuro.
El acto de renuncia voluntaria de Benedicto XVI al papado hace olvidar al rottweiler de Dios y nos deja la estampa de un académico —más o menos chapado a la antigua procedimental y dogmáticamente hablando— que ante todo vela por su institución. Ello nos obliga a comprender que lo más positivo de este último papa ha sido, precisamente, encarar los trapos sucios que la Iglesia llevaba mucho tiempo guardando. Lo que a priori puede considerarse lo más desagradable —encargarse de limpiar la mugre escondida y macharse sin glorificaciones— resulta ser a la postre lo más digno.
PARA MÁS INFORMACIÓN:
ORLANDIS, J. 2001: “Historia de la Iglesia”, Ediciones Rialp, Barcelona.
[1] WEBER, MAX (1920), La sociología del poder, Alianza Editorial, Barcelona.
[2] COTARELO, RAMÓN (2011), El sueño de la verdad, Catarata, Madrid.
[3] CORRIERE DELLA SERA (06/06/1999), Il Papa “santifica” Solidarnosc.
http://archiviostorico.corriere.it/1999/giugno/06/Papa_santifica_Solidarnosc_co_0_9906062070.shtml
[4] RODRÍGUEZ, JESÚS, Los pilares de Dios, en EL PAÍS (17/02/2013).
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/02/15/actualidad/1360950506_893143.html
[5] EL PAÍS (15/09/2006). Las polémicas referencias del Papa al Islam.
http://internacional.elpais.com/internacional/2006/09/15/actualidad/1158271211_850215.html
[6] THE NEW YORK TIMES (26/05/2012), Pope’s Butler is formally charged with leaks
[7] VIDAL, JOSE MANUEL, Un pastor rodeado de lobos, en EL MUNDO (02/06/2012) http://www.elmundo.es/elmundo/2012/06/01/internacional/1338554411.html
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