MUNDO: Los disidentes y sus multas son la muestra de que la política española y los parlamentarios están al servicio de unas organizaciones con una férrea jerarquía y disciplina de partido que nadie debe romper.
Balma Costa

A todos los niños, alguna vez en su infancia, los han castigado por no hacer los deberes o llevar la contraria a los padres. Pues bien, a los diputados españoles les pasa lo mismo: cuando desobedecen al cabeza de familia política, los castigan. El caso más reciente lo protagonizaron los diputados díscolos del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) que votaron a favor de la consulta en Cataluña cuando las órdenes del patriarca, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), determinaban lo contrario. También la diputada del Partido Popular (PP), Celia Villalobos, tuvo que pagar una sanción económica por votar a favor del matrimonio homosexual y por abstenerse para evitar la paralización de la reforma del aborto que preparaba el gobierno de Zapatero en 2009. El alcalde de Manacor, Antoni Pastor, se unió a los disidentes de las filas populares y fue expedientado y expulsado del partido por rechazar la Ley de Función Pública que propuso el PP balear. Los disidentes y sus multas son la muestra de que la política española y los parlamentarios están al servicio de unas organizaciones con una férrea jerarquía y disciplina de partido que nadie debe romper.
A comienzos del siglo XX, los partidos de masas irrumpieron con fuerza en el escenario político. Tanto es así, que, según Bernard Manin (1998), «los fundadores del gobierno representativo consideraban a los partidos una amenaza contra el sistema». La desconfianza hacia las organizaciones, tal y como explica el politólogo, se basaba en la falta de libertad de los representantes debido a la disciplina interna de partido y a los programas electorales. Finalmente, los partidos fueron aceptados por considerar que «aproximaban a los representantes a sus circunscripciones posibilitando la designación de candidatos con posiciones cercanas a sus bases» y porque «los programas electorales permitían a los votantes elegir la dirección del gobierno». En definitiva, porque creían que «aumentaba la voluntad popular en la conducción de asuntos públicos». Sin embargo, un siglo después, se observa cómo la democracia de partidos ha seguido manteniendo en la sombra la voluntad ciudadana en las decisiones públicas.
En la España actual, la centralidad de los partidos en la vida política es total. La Constitución Española en el artículo 6 establece que los partidos «concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». También determina que «su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos». A pesar de lo que estipula la Carta Magna, la realidad es bien distinta.
Por un lado, los partidos políticos en España carecen de democracia interna ya que penalizan, como hemos señalado anteriormente, las opiniones que se desmarcan de la línea establecida por la cúpula. De hecho, en los Estatutos Federales del PSOE se establece que «cuando no exista acuerdo (…) la disciplina parlamentaria se basará en el respeto a los acuerdos debatidos y adoptados por mayoría en el seno del Grupo Parlamentario» y que «en todos los casos, las personas miembros del Grupo Parlamentario Federal están sujetas a la unidad de actuación y disciplina de voto». En los Estatutos del PP se establecen como infracciones muy graves «la deslealtad al Partido, entendida como toda acción u omisión voluntaria encaminada a perjudicar el interés general del Partido»; «la desobediencia a las instrucciones que emanen de los órganos de gobierno y representación del Partido, así como de los Grupos Institucionales del mismo»; «crear o inducir a la creación de corrientes de opinión organizadas en el seno del Partido, así como participar en ellas», y «actuar en el ejercicio de los cargos públicos en forma contraria a los principios y programas del Partido».
Por ello, queda estatutariamente claro que si algún miembro de las formaciones incurriera en la desobediencia sería castigado no con la pérdida del escaño, ya que lo prohíbe el Tribunal Constitucional en la sentencia 10/1983, pero sí con una sanción económica, la expulsión o la suspensión del partido. La penalización de la pluralidad se debe a que las discrepancias y la contraposición de opiniones en una misma organización pueden tener consecuencias electorales ya que los ciudadanos conciben de manera negativa «el faccionalismo» y «tienden a castigar a partidos que perciben como desunidos», tal y como explica la profesora de la Universidad Complutense de Madrid, Henar Criado (2005). Sin olvidar que, con esta reglas, evitan el transfuguismo.
Por otro lado, la disciplina interna, la dominación de los representantes por parte del partido y el sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas, cuestionan la representación de «la manifestación popular» y la función de los representantes públicos. A pesar de que en el artículo 66.1 de la CE se establece que «las Cortes Generales representan al pueblo español», los parlamentarios dejan a un lado los intereses de su circunscripción y de sus electores para defender a capa y espada los intereses del partido. Por tanto, la rendición de cuentas imprescindible en el sistema democrático no sería tanto hacia los ciudadanos como hacia el partido político. No obstante, hay autores que aseguran que los políticos siguen rindiendo cuentas ante los ciudadanos ya que los electores votan un programa electoral que esperan que se cumpla.
Otra de las consecuencias, según el profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid, Manuel Aragón Reyes (2008), es «la tendencia oligárquica de los partidos políticos» y «la disminución de la función parlamentaria de control». Ambas han provocado la «conversión del Parlamento en una institución sin relieve político propio». El gobierno ya no está sujeto al Parlamento, las decisiones van a la Cámara predeterminadas y, ya sea a través de las mayorías absolutas, coaliciones o pactos, las medidas serán aprobadas. Además, como sucede ahora con el ejecutivo de Mariano Rajoy, el presidente del Gobierno es también el presidente de su partido, así que tanto el Parlamento como el Gobierno y el grupo parlamentario están supeditados a Rajoy. Es decir, «la voluntad del ejecutivo» y «la voluntad del legislativo» están subordinados al líder del partido mayoritario, tal y como explica Aragón. La consecuencia de la acumulación de poderes, provoca que el gobierno se «autoregule» anulando cualquier tipo de control sobre sus funciones.
Es por ello que la disciplina interna y la supremacía que mantienen los partidos por encima del Parlamento indican que en España las organizaciones políticas tienen un poder excesivo. El déficit democrático interno y externo hacen que las cúpulas de los partidos en general y del Gobierno en particular, dirijan y condicionen las opiniones y las acciones de los representantes públicos sin contar con la de los ciudadanos. La disciplina de voto junto con el artículo 67.2 de la Constitución son el pretexto para que los representantes hagan oídos sordos a las reivindicaciones de la ciudadanía y obedezcan a pies juntillas al pater familias político, perjudicando gravemente a la democracia representativa.
PARA MÁS INFORMACIÓN:
ARAGÓN REYES, Manuel. Democracia y Parlamento. Revista catalana de dret públic. Núm 37. Barcelona (2008)
CRIADO OLMOS, Henar. Los partidos políticos como instrumentos de democracia. Laboratorio de Alternativas. Madrid (2005)
MANIN, Bernard. Los principios del gobierno representativo. Alianza Editorial (1998).
Constitución Española (1978).