OPINIÓN: El escenario post-electoral venezolano es más tenso aún que el clima de campaña electoral. La estrecha ventaja y las acusaciones cruzadas de acciones anti-democráticas sólo dejan una cosa clara: la calidad de la democracia venezolana se está resintiendo por momentos.
_____________________________________
Desde la noche del pasado domingo 14 de abril, Venezuela se encuentra en un estado de desconcierto general. Lo cierto es que los acontecimientos de aquella noche no inducen a la confianza ni a la certeza por ninguna de las partes implicadas. Por un lado, el candidato oficialista –Nicolás Maduro— dio una rueda de prensa declarándose vencedor antes, incluso, de que el Consejo Nacional Electoral (CNE) se pronunciara; por otro lado, el candidato opositor –Henrique Capriles— alertaba públicamente ya en campaña electoral del fantasma del fraude en un estilo discursivo más agresivo que el empleado en la última contienda electoral con el fallecido Chávez. Si a estas posturas se añade el apretadísimo resultado que el CNE publicó finalmente –50,66% para Maduro y 49,07% para Capriles— el escenario postelectoral venezolano deriva en confrontaciones más allá de las urnas. De este modo, 72 horas después de cerrar los colegios electorales, en Venezuela ya ha habido 7 muertos, 61 heridos y centenares de detenidos.
¿Cuál es el problema? Por un lado, los chavistas –o mejor dicho, los maduristas, dado que Maduro ha perdido casi 700.000 apoyos que Chávez sí tuvo el pasado Octubre— acusan a la oposición de golpista por no reconocer el resultado electoral y provocar disturbios en las calles. Por otro lado, la oposición aglutinada en Capriles acusa al chavismo de fraude electoral y exige un recuento de los votos.
La solución es fácil; la escasa diferencia de votos –poco más de 230.000 de un electorado de más de 15 millones, y todo a falta aún de terminar de contar un 0,88% de electorado— sumado al hecho de que se han dado 3.200 irregularidades acreditadas en la jornada electoral, pueden permitir volver a hacer un recuento con escrupulosidad, a fin de fijar con certezas el resultado electoral del pasado domingo. Esta medida es la mejor baza que tienen ambas posturas en el actual escenario de crispación extrema. Evidentemente, quien más tendría que perder en un recuento es quien ha obtenido más ventaja en un primer momento y es por ello que el chavismo puede mostrarse no tan entusiasmado con la idea de un recuento más minucioso que los opositores venezolanos, pero si sus partidarios están convencidos de su victoria, por muy ajustada que haya sido, el recuento es la mejor arma que tiene en este momento Nicolás Maduro para legitimar su gobierno y, de paso, asestar un golpe durísimo a la imagen de la oposición.
El gran problema de fondo para Venezuela, sin embargo, no está en quien ha sido el más votado o quién falta por votar. Sin duda, son cuestiones que merecen la más pronta respuesta, pero el mayor problema de este país es que su cultura democrática brilla por su ausencia, tanto por un lado como por otro. A nadie se le olvida que el santificado Chávez, antes de ser presidente, llevó a cabo un intento de golpe de Estado para llegar al poder y que más tarde, cuando Chávez era ya presidente, la misma oposición que le tildaba de tirano intentó hacerse con el país con un golpe de Estado contra Chávez. Si bien en estas semanas no se ha llegado a tales extremos, las posiciones en Venezuela tras el luto por Chávez no han sido las de dos adversarios, sino las de dos enemigos. Entre dos adversarios hay rivalidad, pero también reconocimiento; entre enemigos sólo cabe la destrucción o el silencio.
La crispación de las últimas semanas y la negación por parte de ambos bandos por reconocer un escenario perjudicial para sí mismos deja clara una cosa: para las fuerzas políticas venezolanas, la victoria electoral está por encima de la estabilidad nacional. Ambos se olvidan de que la democracia no se basa en el imperio de la mayoría, sino en el respeto hacia la minoría. Lo más claro del resultado del domingo no fue quién ganó, sino que Venezuela está dividida entre dos mitades prácticamente iguales y, en este momento, irreconciliables. Si bien es importante saber quién debe dirigir el país y en qué estado de salud se encuentran las instituciones del Estado, lo fundamental para la gobernabilidad de un país es la paz social, algo que desde las distintas posiciones se está dinamitando desde hace tiempo. Parece como si en Venezuela se entendiera la política como un juego de suma cero –todo para unos, nada para otros—cuando en realidad es un juego sistémico, donde la unión de una tesis y una antítesis dan lugar a una síntesis mayor y mejor que las dos primeras.
Algo huele a podrido en Venezuela. Tal vez sea el fraude electoral o tal vez sea una oposición irresponsable; lo único que seguro se está pudriendo es la gobernabilidad de un país cada vez más dividido.
Deja una respuesta