A FONDO: De repente, 2013 ha sido otro de esos años en que la controvertida cuestión sobre Gibraltar se levanta de debajo de la alfombra. ¿Qué es lo que ha pasado para que Reino Unido y el Estado español haya reabierto la herida que nunca se había cerrado?

La situación en el Peñón parecía estar tranquila hasta que España provocó a los británicos, o los británicos provocaron a los españoles, depende de quién acuse. La cuestión es que Gibraltar había estado en relativa calma después de que la imposición de un dispositivo de pago en el control aduanero de la Línea de la Concepción, una especie de túnel de peaje, se quedara en agua de borrajas en 2011.
Dos años de ausencia de conflictos hasta que a mediados de julio de 2013, sorprendentemente poco después de que el tesorero del Partido Popular (PP) entrara en prisión por riesgo de fuga tras el famoso tirar de la manta, un barco con una Union Jack al frente y de nombre Elliot lanza al mar bloques de hormigón, con el objetivo de crear un arrecife artificial para evitar que los pescadores españoles faenen en la zona. Como respuesta a esta afrenta, España envía a una de sus patrullas de la Guardia Civil para intentar paralizar el lanzamiento de hormigón e investigar la situación: 70 bloques de hormigón en la bahía de Algeciras que provocarán el siguiente movimiento de la partida, esta vez, el de Madrid.
Como si el mapa fuera un tablero de ajedrez, el ministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel García-Margallo, mueve su ficha: la menor flexibilidad y mayor control en la frontera. La Verja se llena de largas colas de turismos abriendo maleteros, camiones a los que se les comprueba la carga y motociclistas que deben quitarse los cascos en medio de la etapa estival, unos controles que han provocado una enorme cantidad de denuncias que han alcanzado las puertas de Bruselas, y que ha levantado las protestas de Londres, trasladadas por el propio secretario de Estado británico, Hugo Swire.
El mes de agosto de 2013 se ha convertido en un auténtico rifirrafe entre Londres y Madrid, quienes han estado atacándose mutuamente en torno a Gibraltar, unos supuestamente por esconder otros asuntos, y otros por responder a continuos ataques. García-Margallo abrió, por una parte, una posibilidad que había sido cerrada en 2011, con la anterior disputa sobre el establecimiento de un peaje –¿50 euros por atravesar la frontera?, no, gracias–, y por otro, la apertura de una investigación sobre el grave vertido de bloques de hormigón en aguas españolas por parte de las autoridades gibraltareñas.
La Línea de la Concepción, gobernada por la socialista Gemma Araujo, se encarga, durante este tira y afloja de Londres y Madrid, de intentar sentar sobre la mesa de la concordia a los dos países, haciendo alarde de sus habilidades como ministra de Exteriores –¿o de alcaldesa de un territorio cercano al conflicto?–. Araujo acusa a su propio Gobierno de estar implementando medidas improvisadas, sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos –¿pagarán 50 euros los trabajadores que deban cruzar la frontera cada día por motivos de trabajo?–. Por su parte, la alcaldesa de La Línea exige, por un lado, que se retiren los bloques de hormigón, y por el otro, que se facilite el tránsito en la Verja. Las exigencias de una alcaldesa no son suficientes, y Londres se dispone a presentar una denuncia contra el Gobierno español mientras el ministro de Asuntos Exteriores, William Hague, pide encarecidamente a España que no haga nada que incremente la tensión. No obstante, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, no duda en levantar ampollas acusando a Gibraltar de romper, a través de la creación del arrecife artificial, de forma unilateral los acuerdos de pesca, sellados entre ambos en 1999. La tensión aumenta, España acusa a Gibraltar de llevar a cabo actividades potencialmente contaminantes como el bunkering, Londres pide a sus ciudadanos que boicoteen a Madrid en lo turístico, Andalucía acusa a Gibraltar de delito ecológico por el lanzamiento de bloques de hormigón: toda una puesta en escena de una obra de teatro que sale a pantalla cada cierto tiempo, casi siempre con motivos poco honestos –muchos lo llaman cortina de humo–.
Llega el ecuador del mes más veraniego y Gibraltar sigue sin tener intención de recoger el hormigón vertido. Mientras, en el sur del Estado, se preparan las protestas de los pesqueros de la bahía de Algeciras, que no consiguieron alcanzar la zona del arrecife construido por el Peñón y que el propio Fabián Picardo aseguró que no retirarían.
La cuestión de Gibraltar entra en la Eurocámara, en las cumbres del G-20, en las portadas de todos los medios.
Le toca mover ficha a España, que interpone una nueva denuncia por delito ecológico contra Gibraltar –una denuncia, claro, por los bloques de hormigón, ya que lo que es más delito ecológico, que es el bunkering, tampoco es momento de denunciarlo si el suministrador estrella de petróleo para llevarlo a cabo es el propio Estado español–. Petición, negativa, exigencia, negativa. Es la forma de actuar de los dos bandos, España que pide la retirada de los bloques de hormigón, Reino Unido, que ve dañado su orgullo soberano, se lo niega.
Y llega septiembre, y el conflicto del verano no se acaba. La cuestión de Gibraltar entra en la Eurocámara, en las cumbres del G-20, en las portadas de todos los medios. Gibraltar acusa a España de crear un «ambiente prebélico», algo que algunos medios nacionales, por cierto, aprovechan para abrir la puerta a una nueva guerra fría entre Londres y Madrid. Acaba septiembre y el conflicto ha casi desaparecido. En realidad no, la situación sigue exactamente igual, eso sí, se ha conseguido que el mes de agosto se dedique íntegramente a la cuestión gibraltareña y deje de lado otros temas que, quizás, eran de mayor importancia pero de menor interés para ambas partes.