¿Monarquía o república? El debate sobre la corrupción del consenso del 78

DEMOCRACIA: El debate entre república y monarquía es un dilema que abre la caja de pandora del sistema político español. Su mención obliga a realizar un ejercicio histórico y filosófico sobre lo que realmente significa uno y otro régimen político, que también explica por qué las élites políticas españolas continúan optando por la actual monarquía constitucional, cuando la realidad social exige una democracia plena.

 Eduardo Alvarado Espina

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Salón plenario Congreso de los Diputados (Madrid) Fuente: Eduardo Alvarado E.

Monarquía o república: la falsa controversia ideológica

La monarquía no sólo es un sistema etimológicamente distinto a la democracia, sino que es justo lo opuesto. Encuentra su fundamento en el supuesto origen divino de la sangre real, y su legitimidad proviene del «derecho de conquista o de la sumisión de los primeros hombres que eligieron sus reyes» (Artola, 1978). En cambio, la república otorga el ejercicio legítimo de la soberanía al pueblo o a la nación. El «derecho a gobernar» está sometido a un mandato temporal, reglado por una constitución política. La república es la forma que adopta el Estado moderno liberal, basado en el imperio de la ley y la igualdad jurídica, y se contrapone al sometimiento de los hombres a la voluntad de otros hombres en que se fundaba el Antiguo Régimen.

En términos epistemológicos la monarquía es un régimen esencialmente autocrático, mientras que la república es estrictamente democrático –así reconocido por la teoría democrática–. Una república es democrática o no es. No obstante, muchos estados han conseguido conjugar el parlamentarismo con la monarquía, sometiendo la legitimidad del rey a un acto simbólico de reconocimiento por parte de los representantes políticos en el Parlamento. Es por tanto evidente que en la actualidad –al menos en Occidente– no se encuentran monarquías absolutas que reclamen un poder divino de gobierno ni que se sitúen por encima del orden constitucional, pero tampoco hay un efectivo ejercicio soberano del poder político por parte de los ciudadanos. El mandato, ya sea legislativo o ejecutivo, es muchas veces distorsionado por los representantes, sobre todo cuando, como señala O’Donnell, el «accountability horizontal» es débil (O’Donnell, Iazzetta, & Vargas Cullell, 2003) y el sometimiento de los políticos al control de los ciudadanos es bloqueado por el mismo sistema político.

¿Es entonces posible llamar democracia a una monarquía parlamentaria? En mi opinión, ésta sería una democracia anómala o no plena. No puede hablarse de una democracia plena cuando la legitimidad del jefe de Estado es resultado de la herencia sanguínea y no de un mandato, elección mediante, de los ciudadanos. Además, la Corona no está sometida a las leyes que rigen al común de los ciudadanos. En España a esto último se le conoce como inviolabilidad e irresponsabilidad de la persona del rey, aunque sus funciones son las que expresamente le atribuyen la Constitución y las leyes .

La monarquía parlamentaria y el consenso elitista del 78

Si nos remitimos a lo condensado en la Constitución española se puede apuntar –sumariamente– que el consenso transaccional de las élites de la Transición (Águila del, 1982; Maravall J. M., 1985; Linz, 1990; Karl & Schmitter, 1991; Higley & Gunther, 1992; Botella, 1992; Maravall & Santamaría, 1994; Oñate, 1998) es básicamente una amalgama ideológica entre liberalismo y socialdemocracia que no consigue romper con el régimen anterior, sino que transforma su legalidad en democrática (Sánchez Navarro, 1998). Se ratifica el modelo social del franquismo junto a instituciones políticas que ya se establecen en la última ley fundamental del régimen –ley para la reforma política–, la cual preveía: que la jefatura de Estado recayera en el rey, que la ley electoral propendiera a un bipartidismo que controlase el sistema de partidos, o que, lo más importante, el Estado reconociera su dependencia corporativista. Esto último significó dar reconocimiento constitucional a sindicatos y a patronal como agentes sociales responsables del devenir político, social y económico del país junto a los partidos políticos. Así, la democracia queda supeditada a los intereses de partidos, sindicatos y empresarios. Mención aparte merece la descentralización en Comunidades Autónomas, que fue la forma de sumar a las élites regionales –especialmente la vasca y la catalana– al nuevo entramado institucional dejando, de esta forma, cubiertas sus propias tropelías financieras.

La invocación del consenso constitucional del 78 para defender la vigencia del actual modelo de Estado por parte de las élites políticas y económicas, obedece más a una posición oportunista que a una sincera evocación de lo «pactado» en la Transición española. Hay bastantes razones que lo demuestran, partiendo por la escasa defensa de los derechos sociales frente a las altisonantes declaraciones a favor de la liberalización económica y el modelo de Estado.

Los grandes beneficiarios del consenso político-económico

Entre estos son fácilmente identificables algunos actores que forman parte de la élite política del país, como las oligarquías políticas del PSOE, el PP, IU y los partidos nacionalistas, pero también de los grandes grupos empresariales, los sindicatos mayoritarios y los medios, especialmente la prensa escrita y las televisiones. Todos estos parecen haberse beneficiado, de una u otra manera, de un sistema político que favorece la corrupción, o al menos no la impide, ya tenga lugar ésta en la jefatura de Estado o en un pequeño ayuntamiento. El caso Noós, con la imputación de un yerno y una hija del rey Juan Carlos I; la encarcelación del extesorero del Partido Popular (PP) por la contabilidad B del partido; el uso irregular de los fondos para desempleados en Andalucía, el caso ERE; el caso Gürtel; el presunto enriquecimiento ilícito de la familia Puyol; el caso Brugal; el caso Filesa; la trama Pokémon; la defraudación y uso ilícito de unas tarjetas de crédito por parte de los consejeros y exdirectivos de Bankia son sólo algunos de los hechos que permiten hablar de una sistemática corrupción institucional y no de hechos aislados e individuales.

Sede del Partido Popular en la calle Génova (Madrid) | Fuente: Johnbojaen
Sede del Partido Popular en la calle Génova (Madrid) | Fuente: Johnbojaen

Este entramado institucional ha beneficiado especialmente a los dos partidos mayoritarios, comenzando por el actual partido de Gobierno. Este es el continuador legal –e ideológico– de Alianza Popular, cuyos fundadores, con la excepción de algunos de sus miembros, votaron contra la actual Constitución que ahora dicen defender. Su oposición al cambio de régimen político en la transición fue acompañada de una ideología ultraliberal que, junto a un empresariado tardo capitalista, inició el proceso de construcción de «la gran derecha» (Mella Márquez, 1992) y la desintegración de su mayor competidor político, la UCD (Huneeus, 1985). De esta manera, el Partido Popular, refundado en 1989, se reubica oportunamente en una posición constitucionalista en la que no creía. No obstante, lo más relevante es que esta posición comenzó a ser más evidente cuando alcanza el gobierno en 1996 y la máquina de «hacer caja» de forma metódica se hace más poderosa al controlar el presupuesto de todo el Estado.

El PSOE por su parte también se beneficia del sistema político que emerge en la transición. La renuncia al rupturismo con el régimen franquista, más su conversión política hacia un liberalismo social en las últimas décadas y su pretendida defensa de los trabajadores han sido suficientes para consolidarse en el partido de Gobierno desde 1982 a 1996 primero, y desde 2004 a 2011 después. Esto, al igual que al PP, le ha permitido establecer relaciones de «negocios» con varios sectores empresariales y la banca, con el objeto de obtener financiación «extra» para sus actividades políticas y electorales. Todo a cambio de una fiscalización permisiva de la actividad empresarial y financiera, y un sobre coste en los contratos de obra pública que se concesionan.

Por su parte, los medios, no importando su ascendencia ideológica o financiera, han contribuido en la defensa del consenso del 78 al menos de dos maneras. La primera siendo los altavoces de los partidos mayoritarios y, muchas veces, haciendo de relaciones públicas; y la segunda –cierto es que no tienen que ser la vanguardia revolucionaria– al estar completamente comprometidos con el statu quo, reproduciendo sistemáticamente un juego político bipolar. La presencia de otros partidos o grupos políticos en la escena pública es escasamente cubierta e incluso hoy en día, cuando el peso electoral del PSOE y PP es cada vez menor, la política se sigue presentando ante los ciudadanos en clave bipartidista.

La república, una forma de profundización democrática

Así entendido, un debate ideológico entre un sistema de gobierno que emerge de la teoría democrática y otro que proviene de un revisionismo autocrático, es un anacronismo. Se puede ser demócrata de derechas o izquierdas y estar de acuerdo con una forma de gobierno republicana, pero ser demócrata y monárquico es una contradicción en sí misma. El falso debate ideológico que proponen a la ciudadanía las élites políticas y los medios, cuando se tratan las diferencias entre una y otra forma de gobierno y se defiende la monarquía constitucional, encubre los intereses de partidos y agentes sociales que se benefician de unas reglas del juego aprobadas por ellos mismos. En cierto modo, la monarquía ha resultado una forma de gobierno útil a los intereses de partidos corruptos, ya sea porque no ejerce ningún contrapeso de poder frente al Gobierno o porque no necesita validarse en elecciones periódicas. En cambio, en una república el jefe de Estado, al tener un mandato revocable, debería –en teoría– ejercer un papel mucho más preponderante y de contrapeso frente al o los partidos de gobierno.

En definitiva, cuando el argumento de trinchera es una apología del «último gran acuerdo de los españoles», es decir, el consenso constitucional de las élites en la transición, hay que entender que esto es realmente la defensa de una forma fraudulenta de hacer negocios entre quienes controlan el Estado y los grandes grupos empresariales; una forma de entender la sociedad desde los intereses corporativos y de despreciar toda norma que signifique responder políticamente ante los ciudadanos. Así, el consenso constitucional del modelo de Estado ha servido de relato para encubrir un saqueo sistemático de las arcas públicas. Por ello, esto más que un debate ideológico es una elección entre profundización democrática o elitismo democrático, en el cual los ciudadanos deben tener la última palabra.

MÁS INFORMACIÓN:

ÁGUILA, del, R. (1992). La dinámica de la legitimidad en el discurso político de la transición. En R. Cotarelo, Transición política y consolidación democrática. España (1975-1986) (págs. 47-75). Madrid : CIS. ARTOLA, M. (1978). La burguesía revolucionaria (1808-1874). Madrid: Alianza-Alfaguara. BOTELLA, J. (1992). La cultura política en la España democrática. En R. Cotaralo, Transición política y consolidación democrática. España (1975-1986) (págs. 121-136). Madrid: CIS. GENIEYS, W. (2004). Las élites españolas ante el cambio de régimen político: lógica de estado y dinámicas centro-periferias en el siglo XX. Madrid: CIS. HUNEES, C. (1985). La Unión de Centro Democrático y la transición a la democracia en España. Madrid: CIS. LINZ, J. J. (1990). Transiciones a la democracia. Revista española de investigaciones sociológicas, 7-33. LINZ, J. J. (1992). La transición a la democracia en España en perspectiva comparada. En R. Cotarelo, Transición política y consolidación democrática. España (1975-1986) (págs. 431-457). Madrid: CIS. MARAVALLA, J., & SANTAMARÍA, J. (1994). El cambio político en España y las prespectivas de la democracia. En G. O`Donnell, Transiciones desde un gobierno autoritario. Barcelona: Paidós. MELLA MÁRQUEZ, M. (1992). Los grupos de interés en la consolidación democráitca. En R. Cotarelo, Transición política y consolidacion democrática. España (1975-1986) (págs. 327-342). Madrid: CIS. O’DONNELL,, G., IAZZETA, O., & VARGAS CULELL, J. (2003). Democracia, desarrollo humano y ciudadanía. Reflexiones sobre la calidad de la democracia en América Latina. Rosario: HomoSapiens. O’DONNELL, G., & SCHMITTER, P. C. (1988). Transiciones desde un gobierno autoritario. Conclusiones tentativas sobre las democracias inciertas. Buenos Aires: Paidós. OÑATE, P. (1998). Consenso e ideología en la transición política española. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. SÁNCHEZ NAVARRO, Á. (1998). La transición española en sus documentos . Madrid: BOE. SANTAMARÍA, J. (1994). El papel del parlamento durante la consolidación de la democracia y después. Revista de Estudios Políticos (Nueva Epoca), 9-25. SCHMITTER, P. C. (1989). Una introducción a las transiciones desde la dominación autoritaria en Europa meridional: Italia, Grecia, Portugal, España y Turquia. En G. O`Donnell, P. C. Schmitter, & L. Whitehead, Transiciones desde un gobierno autoritario. Europa meridional, Vol. 1 (págs. 15-26). Barcelona: Paidós. SOTO, Á. (2002). Política: transición y democracia. En J. Cayuela Arzac, & S. Contreras V., Chile y España, diálogos y encuentros (págs. 79-140). Madrid: Santillana. TÉMIME, E., Broder, A., & Chastagnaret, G. (1989). Historia de la España contemporánea. Desde 1808 hasta nuestros días. Barcelona: Ariel.

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