OPINIÓN: Como ya hizo Escocia en su momento, el pasado 9 de noviembre Cataluña celebró una consulta sobre la independencia, aunque sin contar con la autorización legal para ello. Después de que el Tribunal Supremo ilegalizara el referéndum, la Generalitat decidió seguir adelante con una votación que no sería vinculante. De los cerca de seis millones de catalanes y residentes que podían votar, más de 2 millones se acercaron a las urnas en la primera jornada de una consulta que durará unos días más.
Los nacionalismos hoy en día tienden a ser periféricos –en el sentido intelectual– vengan de donde vengan. Sus maneras diferenciadoras resultan insensatas para construir sociedades democráticas incluyentes. Sus intereses burgueses van en contra de las necesidades de lamayor parte de la población de un país. Sus objetivos –Estado nacional y la autodeterminación– son de otra época. Los catalanes que participaron y los que no lo hicieron en la consulta del 9 de noviembre, en su gran mayoría, no se encuentran motivados por esta descripción, pero sí lo están el Gobierno de la Generalitat y el Gobierno de España. El nacionalismo es una reacción «solidaria» ante un enemigo común. Es una ideología que necesita del conflicto para desarrollarse, aunque éste sólo sea potencial. La adscripción a una lucha ideológica entre nacionalismos, entre la legalidad y la legitimidad de dos grupos excluyentes, es una de suma cero.
Este es el punto de partida del enfrentamiento político entre dos sinrazones, donde el proceso de participación hacia la independencia catalana pasa a ser la puesta en marcha de una retórica identitaria que, por medio de una consulta no vinculante, logra escenificar –con urnas y votos– su peso político de cara a las próximas elecciones. El hito político más importante del plan nacionalista se ha conseguido.
La movilización de ciudadanos conseguida en el llamamiento de los partidos soberanistas probablemente no haya sido la esperada por aquéllos que pretenden dar al independentismo un halo reivindicativo mayoritario de la población catalana. No obstante, es un triunfo político y un golpe de efecto que da un gran poder simbólico –y que puede ser muy real– en un más que seguro futuro Gobierno independentista en la Generalitat. De este modo, el porcentaje de participación –un tercio de la población censada en Cataluña con derecho a votar– y un más que mayoritario apoyo a la independencia de los participantes –un 80,7 por ciento se inclinan por un Estado independiente– no pueden analizarse desde un punto de vista electoral, ni menos jurídico. Los resultados de la consulta sólo pueden tener consecuencias políticas. La primera de ellas es que el independentismo, como respuesta a la indolencia e intransigencia del actual Gobierno de España respecto a los reclamos de reconocimiento identitario, de mayores facultades políticas de gobierno y una mayor autonomía presupuestaria durante la última década, da la vuelta a la partida a su favor, con una demostración de «fuerza» que buscará confundirse con la razón y la legitimidad de los planteamientos del Govern. La segunda es que la causa de «una Cataluña libre» comienza a ser mucho más reconocible para la comunidad internacional y un problema irrenunciable en la agenda internacional del Gobierno español a partir de este momento.

Conocida es la utilización del argumento de la autodeterminación de los pueblos, por parte de la Generalitat y los partidos nacionalistas, para justificar la puesta en marcha de un proceso de participación soberana del «pueblo catalán». Esa es la referencia clave cuando desde enero de 2013 se comienza a utilizar una expresión sucedánea y sin contenido jurídico, como el «derecho a decidir». La autodeterminación es un concepto que tiene una alta carga de justicia política para aquellos pueblos oprimidos por potencias extranjeras de ocupación. Es decir, como establece la Resolución de la Asamblea de Naciones Unidas de 1960, el derecho de autodeterminación de los pueblos «sólo alcanza a los pueblos y países sujetos de dominación colonial». El yugo debe ser un hecho objetivo y no una apreciación unilateral de los supuestos oprimidos. Así, la utilización de esta expresión resulta muy útil para sensibilizar al mundo de la «causa catalana», pero es totalmente inexacta para hacer referencia a Cataluña como un pueblo distinto al español. Los ciudadanos que residen en Cataluña difícilmente podrían declarar que han vivido durante décadas –o siglos si se quiere– la represión de sus libertades o la violación de sus derechos sólo por haber nacido en esa zona geográfica. Es decir, que tengan un trato vejatorio en relación a otras regiones de España. Cosa distinta es que tengan la percepción de un perjuicio sistemático ante las incoherentes resoluciones de algunas instituciones estatales, como el Tribunal Constitucional que reconoce la condición de nación a Andalucía y se la niega a Cataluña, cuando rechaza parcialmente el Estatut de autonomía de Cataluña (2006) en el 2010.
Por ello, lo que se buscaba con el «proceso de participación» del 9N no era amedrentar al Estado español ni asaltar los cielos de la independencia, sino sumar un hito más a la causa abierta del nacionalismo, sea éste simbólico o sustantivo. Un hito que permita seguir escribiendo el «mito heroico» del pueblo catalán, tan necesario como ficticio para los objetivos de una élite política que rememora a la Lliga Regionalista de hace un siglo. Y así se seguirá desarrollando este conflicto transformado en gesta, donde David se enfrenta a Goliat o los Hombres desafían la opresión de los Titanes, hasta que cada parte decida que es momento de colocarse en el hemisferio de la sensatez y no de la desmesura. Ni el Gobierno de Cataluña puede escindirse de España de manera unilateral, ni el Gobierno de España puede desconocer las reales demandas del pueblo catalán. Demandas que no se diferencian en casi nada a las del resto de los ciudadanos españoles.