MUNDO: Casi dos años después de ser elegido como sumo pontífice de los católicos, la práctica totalidad de los medios de comunicación siguen coincidiendo en señalar que este nuevo Papa está transformando la Iglesia y que su política de comunicación ha roto con todos los esquemas y cánones eclesiásticos. Sin embargo, los analistas que sostienen esta posición idealista olvidan que los ocupantes de la Silla de San Pedro llevan siendo los maestros de la propaganda desde hace dos milenios, y que la estrategia de Bergogglio no supone en absoluto ningún cambio revolucionario, sino que nuevamente lo que demuestra es la capacidad de adaptación y de supervivencia de esta poderosa institución.

Para criticar a los partidos comunistas pro-soviéticos, los ideólogos y militantes afines al trotskismo utilizaban en muchas ocasiones el argumento de que el centralismo democrático de Lenin era un calco del modelo político de la Iglesia Católica, y lo cierto, es que a pesar de usar el argumento tan solo como un recurso propagandístico, no estaban en absoluto tan lejos de la verdad los correligionarios del antaño jefe del Ejército rojo. La Iglesia católica se encuentra en la base efectivamente de las estructuras jerárquicas de todos los partidos políticos modernos, pero al margen de este nivel institucional, también la encontramos en la génesis de los servicios de espionaje modernos, los cuerpos diplomáticos modernos, y muy especialmente, de las estrategias de propaganda política modernas. Mal que les pese a los adalides del marketing político anglosajón, la comunicación política sistematizada no surgió en las empresas de consultoría estadounidenses, sino en las instancias secretas del Vaticano siglos atrás. En palabras de Eric Frattini, uno de los mayores expertos en política vaticana, la Iglesia Católica siempre va un paso por delante de cualquier otro ente de poder, y en el terreno de la propaganda, esto como vamos a ver tampoco es una excepción. Por ello, Bergogglio en absoluto supone una revolución en la Santa Sede, ni marca el inicio de una nueva Iglesia totalmente diferente a la anterior, sino únicamente es una nueva demostración de que los viejos zorros del vaticano son los mejores asesores de comunicación del mundo, y que en lugar de los gurús americanos, deberían ser ellos mismos los que escribiesen los manuales estratégicos para los estudiantes de marketing político, tal como ya hizo en su tiempo Ignacio de Loyola para sus brigadas de misioneros jesuitas.
Y es que no en vano, la Iglesia Católica es la única institución política que ha logrado pervivir en el tiempo durante casi dos milenios, sobreviviendo a todo tipo de convulsiones, revoluciones, cambios políticos, vaivenes económicos o descubrimientos tecnológico-científicos, y saliendo airosa incluso de los siglos oscuros de la Edad Media o de las revoluciones contemporáneas que cortaron la cabeza de más de un poderoso monarca, otrora todopoderoso. Mientras el Imperio Romano, la Persia Sasánida, Bizancio, México-Tenochtitlán, el Califato de Bagdad, la China Ming o el Khanato del gran Genghis perecían ante la ofensiva de nuevas potencias o debido a disputas internas, la Iglesia Católica sobrevivía y en muchos casos se fortalecía. Al margen de las estructuras de poder duro que obviamente siempre ha controlado de una manera muy eficiente y que le han sido decisivas para dicha perpetuación, la propaganda ha sido el otro gran pilar fundamental de su supervivencia política; propaganda entendida siempre como el proceso de diseminación de ideas, creencias y valores destinado a provocar la reacción de los receptores en beneficio de los emisores a través de manipulaciones psicológicas, tal como la define el experto en comunicación Alejandro Pizarroso. Igualmente, dicha propaganda está basada en las reglas básicas que ya teorizó el francés Jean-Marie Domènach (enemigo único, simplificación, contagio, unanimidad y transfusión).
Solamente basta con adentrarse en la Ciudad del Vaticano y observar la inmensa placa conmemorativa con la larga lista de los nombres de los pontífices enterrados en la basílica que han ocupado la silla de San Pedro, para darse cuenta de la fortaleza de la institución. Pues bien, al margen de la utilización de la coacción y de la violencia (que obviamente los Papas han ejercido hasta sus últimas consecuencias, matanzas inclusive) el factor esencial que le ha permitido navegar a lo largo de los siglos sin zozobrar, soplasen los vientos en la dirección que fuese, ha sido la puesta en práctica desde sus inicios de una estrategia de propaganda basada en un sustrato doctrinal perenne y simplificado, compensado con una tendencia a la acción y a la innovación cuando se percibe una amenaza (acción que puede ser tanto el cambio a través de un Concilio, como la llamada a una cruzada sangrienta contra un grupo considerado herético, o en nuestros tiempos, con la elección de un Papa bonachón y campechano). Así pues, este modelo de propaganda que nace ya en el mismo mensaje del Nuevo Testamento, ha permitido a la Iglesia combinar las tres legitimidades constitutivas del poder político que definió el teórico y sociólogo alemán Max Weber (legitimidad legal, legitimidad tradicional y legitimidad carismática).
La propaganda católica en la Edad Antigua, en la Edad Media y en la Edad Moderna (Siglos I-XVIII).
Esta estrategia de propaganda tiene casi dos milenios de historia a sus espaldas, y su eficacia y características se observan a lo largo de los siglos. En la Antigüedad (durante el siglo I) comienza con la misma predicación de Jesús en célebres sermones como el «Sermón de la Montaña» y con la llegada a Roma de la nueva religión de la mano de Simón Pedro (San Pedro), que funda una pequeña comunidad clandestina de cristianos en las catacumbas de la ciudad eterna y se convierte en el primer Papa. Sin embargo, la verdadera primera gran oleada de expansión del cristianismo llega a partir de Pablo de Tarso (San Pablo) y sus diversos viajes a los confines del Imperio romano, que lo convierten en el primer gran propagandista de la Iglesia, al tener la inteligencia estratégica de ampliar el área de influencia también a los no judíos o gentiles (la célebre «Epístola a los Corintios¨ es un muy buen ejemplo de ello). Esta política propagandística de predicación permitió a la iglesia abrirse camino entre el paganismo, competir con él y finalmente destruirlo, cuando su hegemonía política e ideológica en el seno del Imperio fue tal que acabó siendo declarada como religión única, con la consiguiente persecución de las demás. A través de los Concilios ecuménicos de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia (siglos IV y V) se dio unicidad al culto católico al condenar todas las interpretaciones cristianas alternativas como la nestoriana, la macedoniana, la copta o la arriana, aprovechando la colaboración de los Emperadores cristianos Constantino y Teodosio, con lo que también se aseguraba la simplificación del mensaje y la proyección de unanimidad. De esta primera etapa cristiana vienen además los principales dogmas de la propaganda católica, una gran labor de simplificación de los mensajes, lo que en la actualidad llamaríamos «eslóganes», tales como «Padre, Hijo e Espíritu Santo», «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», «Tomad y comed, Tomad y bebed», «Ora et Labora», etc. Igualmente, el símbolo de la cruz es magistral a efectos de eficacia comunicativa (fácil de trazar, tanto espacialmente con las manos como dibujándolo sobre cualquier superficie), ya que dota a la causa cristiana de un «logotipo» claro, visible y reconocible. Del mismo modo, la ocurrente idea de que los sumos pontífices adopten el «alias» que prefieran independientemente de su nombre de pila real, es otra genial estrategia propagandística que proviene ya de esos primeros siglos, ya que permite adoptar el nombre a cada perfil de Papa que se busque dependiendo del contexto del momento, tal como en la actualidad conviene que Bergogglio se llame Francisco para marcar su compromiso con los pobres siguiendo el legado del «Poverello de Asis», o que años atrás era pertinente que Wojtyla se llamase Juan Pablo II para despejar la duda de su posible implicación en el asesinato de su predecesor y remarcar que proseguiría con el legado de Juan Pablo I.
El ocaso del Imperio romano de Occidente a manos de la propia corrupción interna y de la destrucción externa causada por los bárbaros, y la llegada de los tenebrosos tiempos medievales no terminaron con la Iglesia, sino que por el contrario, la fortalecieron. Aniquilado el poder administrativo y civilizacional de Roma, la doctrina cristiana y la estructura episcopal tomó el relevo, convirtiéndose en la única estructura comunicativa con proyección en toda Europa a lo largo del medievo, al controlar y monopolizar en exclusividad la producción ideológica y cultural de estos siglos oscuros. Además, fue en el siglo VI, en plena Alta Edad Media, cuando la Iglesia jerarquiza aún más su estructura de poder creando un aparato sofisticado en pleno caos medieval, durante el papado de Gregorio I (apodado el Magno), el cual se da cuenta de la enorme importancia de la imagen y de la música en el diseño de una propaganda eficaz hacia unas poblaciones rurales y analfabetas (poblaciones que si bien pintaban poco o nada en la esfera política, era de vital importancia tener atemorizadas y adoctrinadas con un dogma directo, maniqueo y simplificado), lo que da lugar posteriormente al surgimiento de la mayor parte de la iconografía cristiana en los frisos de las iglesias y catedrales medievales, así como de la música religiosa (el propio Gregorio I reforma el canon de la misa creando una nueva liturgia y fundando la primera escuela de cantores, utilizando así la imagen, la música y la escenografía como poderosos instrumentos de propaganda). Toda esta consolidación de su hegemonía cultural permite entre otros factores que el catolicismo resista ante los cismas medievales de Oriente (separación de la Iglesia Ortodoxa) y Occidente (Papado rebelde de Avignon). Igualmente, la convocatoria de las diferentes cruzadas a partir del año 1000 (iniciadas por el Papa Urbano II) frente a los musulmanes en Tierra Santa, al margen de sus objetivos eminentemente económicos y geoestratégicos, suponen también grandes actos propagandísticos, destinados a la unión de la cristiandad medieval (especialmente de la nobleza) y al cierre de filas en torno a la Iglesia. En este sentido, podemos decir que Urbano II fue también otro gran propagandista del medievo.

Ya en los albores de la Edad Moderna, la Iglesia católica es la primera en darse cuenta de la importancia ideológica de los nuevos descubrimientos geográficos y marítimos, gracias a los cuales puede hacer llegar sus mensajes propagandísticos allá donde no había llegado aún nadie, lo que da lugar a una expansión religiosa aún más espectacular que la del budismo de la Inida al Japón, o la del Islam de Al-Ándalus a Filipinas. Por ello, la propaganda se sistematiza, la Iglesia colabora decisivamente con los artistas del renacimiento y del barroco dando lugar a un nuevo auge del arte propagandístico, y a su vez, surge la simbiosis entre la estrategia militar y la doctrina religiosa, plasmada en los «Ejercicios Espirituales» de Ignacio de Loyola. Este militar convertido en monje y fundador de la Compañía de Jesús (de la que es miembro el Papa actual) plasma en esta obra los verdaderos principios de la propaganda política; todo un manual de persuasión y de lavado de cerebro. No es casualidad por ello, que los jesuitas se convierten en los más decididos y eficaces misioneros, logrando grandes conversiones en América, Asia y posteriormente África (bien es cierto que también gracias a la ayuda de las armas de fuego de los conquistadores). Toda esta expansión del catolicismo junto al Concilio de Trento (1556) permite a la Iglesia en cierto modo neutralizar a la Reforma Protestante de luteranos y calvinistas, y si bien es cierto que no logró restaurar la unicidad del culto anterior en Occidente, al menos permito a la Iglesia frenar la expansión del protestantismo. La Iglesia católica no solo sobrevivió sino que contraataco (política y militarmente) y la guerra de los 30 años dejó una Europa cristiana equilibrada entre ambos bandos, pero con una potencia dominante católica como era la Francia de Luis XIV. Justamente es durante estas guerras de religión y en el seno de la doctrina del anteriormente mencionado Concilio de Trento, cuando la Iglesia no por casualidad inventa el término «propaganda» a través de la Bula Incrutabili Divine promulgada por el Papa Gregorio XV en 1622, la cual crea la «Sacro Congregatione de Propaganda Fide» (Sacra Congregación para la Propagación de la Fe), como un organismo encargado de frenar la ideología protestante y contraatacar con una propaganda católica renovada, todo ello en el contexto de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Por ello, el término propaganda surge no por casualidad en el interior de la Iglesia, y tampoco por casualidad durante un periodo bélica. De este modo, guerra, religión y propaganda quedan definitivamente unidos.
La propaganda católica en la Edad Contemporánea y en el Mundo Actual (Siglos XIX-XXI).
Pero la verdadera prueba de fuego para la Iglesia llega al iniciarse la Era Contemporánea, cuando los franceses (desde Rousseau a Napoleón, pasando por Robespierre) cambian la cruz por la llama de la ilustración. La revolución que se desencadena no solo corta la cabeza del soberano, sino que inicia una secularización social al amparo de los nuevos movimientos nacionalistas. Esta oleada de laicismo apostaba por la ciencia y la razón frente a la magia y la fe, y se extendió por el resto del mundo cristiano, socavando de nuevo los pilares ideológicos de la Iglesia Católica, hasta el punto de que tras la unificación italiana, el nuevo gobierno de Roma despojó a la Iglesia de sus dominios territoriales (Estados Pontificios) en 1870, dejando a la curia vaticana sometida a un poder laico. Una vez más, la Iglesia se anticipó a los acontecimientos, al haber convocado un año antes el Concilio Vaticano I y reformulando sensiblemente el dogma para adoptarlo a las nuevas realidades de la revolución liberal e industrial, mientras que utilizaba la inmensa fuerza social que aún conservaba (especialmente en Italia), para apoyar al movimiento fascista de Mussolini décadas más tarde, que una vez en el poder, recompensó el apoyo eclesiástico financiando económicamente a la Iglesia y firmando posteriormente el Tratado de Letrán (1929) con el Papa Pío XI (el cardenal Ratti), tratado por el que nacía un nuevo Estado: la Santa Sede, consagrándose las fronteras de la Ciudad del Vaticano que conocemos en la actualidad y permitiendo a la Iglesia recuperar la dualidad de poder (terrenal y espiritual), si bien es cierto que de facto estaba ya creado años atrás. De ese primer Concilio Vaticano anteriormente mencionado surgió también la «Infalibilidad Papal», lo que supuso una reacción a la secularización, reforzando la autoridad espiritual del pontífice con respecto a sus feligreses, y por ende, su capacidad de persuasión de las masas. Una vez más, todo un ejemplo de maestría en el arte de la propaganda, leyendo acertadamente las condiciones contextuales del momento y reaccionando a las amenazas con una renovación en la articulación de los viejos mensajes de siempre (campo ideológico-religioso) y con una articulación de nuevas alianzas estratégicas (campo político-social). Ya en plena II Guerra Mundial y tras el bombardeo de San Lorenzo, el Papa Pío XII (el cardenal Pacelli, denominado en ocasiones a nivel mediático como el «Papa de Hitler» por su cercanía con el régimen nazi) aparece en público ayudando a rescatar a los heridos de las ruinas, en una nueva y magistral lección de propaganda y de gestión de la imagen pública muchas décadas antes que Bergogglio. Además, el Vaticano aprovechó su neutralidad en la contienda también para extender su influencia ideológica por muchos de los países en guerra, incluyendo países protestantes, al erigirse en árbitro de ciertas disputas diplomáticas y militares. También durante este primer siglo y medio de la edad contemporánea la propaganda vaticana se adapta al surgimiento de los medios de comunicación de masas, creando el Papa León XIII el diario «L´Observatore Romano» como prensa oficial de la Santa Sede en 1883 (aunque los orígenes del diario se encontraban en dos jóvenes abogados católicos décadas antes), inaugurando el Papa Pío XI la «Radio Vaticano» en 1931 (con la participación del propio Marconi en sus primeras emisiones presentando al nuevo pontífice para sacar todo su potencial al arma de propaganda por excelencia durante este periodo de entreguerras) e instaurando finalmente el Papa Pío XII la «Comisión de las Comunicaciones» en 1948 (un órgano que unificaba a dichos medios de comunicación para dotarlos de una mayor coordinación en su eficacia propagandística, y donde posteriormente también se sumarán la televisión e internet).

Posteriormente, tras el final de la II guerra mundial y el surgimiento en occidente de la nueva sociedad “abierta” (con todos los matices y reservas que pueden realizarse a dicha definición de Karl Popper tal como señala el politólogo Ramón Cotarelo) se inició un nuevo ciclo político caracterizado por el keynesianismo económico, la sociedad de consumo y la revolución educativa, que socavó los cimientos de la estructura familiar y social tradicional. Ante las nuevas demandas de esta sociedad (que combinaba su escepticismo hacia la guerra fría con la música pop, los pantalones vaqueros o la libertad sexual) la Iglesia Católica se vio de nuevo obligada a realizar cambios en sus estrategias de propaganda, ante el riesgo de perder a su parroquia en el mundo desarrollado. La amenaza en esta ocasión no era militar como en ocasiones anteriores, pero sí que era lo suficientemente importante como para llevar a cabo una nueva reforma. Así nace el Concilio Vaticano II en 1959 de la mano del cardenal Roncalli (el nuevo Papa Juan XXIII), al cual se aúpa a la Silla de San Pedro para que vertebre un nuevo discurso más acorde con los nuevos tiempos, permitió que se pudiesen acometer diversas reformas que los cristianos de base venía reclamando desde décadas atrás. La clave del éxito del concilio fue en esencia la revitalización de los canales de comunicación entre la Iglesia y su base social, y situaciones que hoy en día nos parecen tan habituales como escuchar una misa en la lengua vernácula del país en lugar de en latín, o ver a un cura cantando y tocando la guitarra sentado en el suelo de igual a igual con sus feligreses, provienen de la doctrina social surgida de este concilio. Por ello, Juan XXIII ha quedado en el imaginario popular como el «Papa Bueno», y curiosamente, había sido durante la II Guerra Mundial el nuncio vaticano en la neutral Turquía, por lo que fue el jefe de la siniestra red de espionaje de la Santa Sede en la ciudad de Estambul, con lo que ello conlleva. Pablo VI (el cardenal Montini) prosiguió la línea comunicativa de su antecesor e incluso la intensificó, posicionándose abiertamente frente a dictaduras nacional-católicas como la de España, lo que provocó grandes tensiones entre los Nuncios vaticanos y los arzobispos de dichos países. Al mismo tiempo, Pablo VI se situó en contra de las tensiones de la guerra fría y los conflictos regionales que de ellas se derivaban, elaborando un discurso político pacifista y antinuclear que permitía que la Iglesia no se desconectase del todo de los nuevos movimientos sociales de izquierdas surgidos tras el Mayo del 68 (ecologismo, antibelicismo, feminismo). Igualmente, su sucesor Juan Pablo I (el cardenal Luciani) leyó muy bien de nuevo la situación de la batalla comunicativa, y su efímero papado (fue sospechosamente hallado muerto un mes después de su elección) generó también una gran expectación y entusiasmo entre los católicos del mundo entero similar a las que genera el Papa Francisco en la actualidad.
Sus sucesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI (los cardenales Wojtyla y Ratzinger respectivamente) ideológicamente iniciaron una línea política mucho más conservadora, caracterizada por un ferviente anticomunismo y una rigidez moral en las cuestiones sexuales, pero comunicativamente de nuevo hicieron gala de una extraordinaria habilidad para la propaganda, especialmente el primero, que aprovechó como nadie la televisión (creando de hecho el «Canal de Televisión Vaticana» en 1983 como cadena oficial de la Santa Sede) y realizó una cantidad inmensa de viajes alrededor del mundo jugando mucho con la realidad de la nueva política-espectáculo (fue la primera vez que vimos a un pontífice esquiando por ejemplo). En el terreno de las relaciones internacionales, concretamente en el contexto de la guerra que asoló los Balcanes durante los años 90, este Papa utilizó el dinero del Óbolo de San Pedro para financiar en secreto las campañas de propaganda a favor de la independencia de Croacia y de su ejército durante la contienda bélica. Todo ello se hizo a través de empresas de relaciones públicas alemanas, y su resultado fue que a ojos de la opinión pública mundial el genocidio que los croatas provocaron pasó completamente desapercibido, y solamente se habló del que cometían los serbios. Ratzinger por su parte tuvo un perfil mediático más bajo debido a su avanzada edad y a su condición de académico, pero aún así también supo hacer un uso magistral de la propaganda en actos como la «Jornada Mundial de la Juventud de 2012 en Madrid», donde la Iglesia desplegó toda su maquinaria movilizadora para reclutar a miles y miles de jóvenes que acudieron desde todas las partes del mundo para ver a Benedicto XVI. Igualmente, este Papa alemán tuvo también la inteligencia de dimitir y retirarse a Castelgandolfo cuando se percató de que su imagen estaba comenzando a deteriorarse y de que la Iglesia necesitaba un nuevo cambio de imagen. Cabe mencionar también que fue durante los pontificados de estos dos Papas cuando el Vaticano se lanza también al ciberespacio, creándose en tiempos de Juan Pablo II la Página Web del Vaticano, y ya con Benedicto XVI el Twitter del Papa, lo que allanará bastante el camino a la exitosa política comunicativa del pontífice actual.
Y finalmente, con la dimisión de Ratzinger llegó la elección del Papa Francisco (el cardenal Bergogglio). La historia aquí ya es de sobra conocida y se han escrito páginas y páginas en diarios y revistas a lo largo de estos dos últimos años (discurso progresista, visión latinoamericana, sentido del humor, opción preferencial por los pobres, austeridad, etc). No obstante, merecen hacerse dos breves apreciaciones para cuestionar dichos mensajes triunfalistas y revolucionarios de los medios que señalábamos al comienzo de este articulo. En primer lugar, se trata del enésimo cambio de imagen en la Silla de San Pedro: si al «Papa de Hitler» (Pacelli) le había sustituido el «Papa Bueno» (Roncalli), ahora al distante y anquilosado Ratzinger le sustituía un bonachón, dinámico y divertido Bergogglio. En segundo lugar, su condición de jesuita más que un signo de rebeldía o progresismo (los españoles sabemos mejor que nadie que los jesuitas no lo son) es sobre todo un signo de gran estratega de la guerra y de la propaganda, tal como lo era el fundador Loyola. Por ello, los gestos, mensajes y cambios protagonizados por Bergogglio hay que analizarlos en clave propagandística más que ideológica. Como se ha vislumbrado a lo largo de todo el artículo, la Iglesia lleva 2000 años sobreviviendo a todos sus enemigos (romanos paganos, invasiones bárbaras, Islam, cismas, reforma protestante, ilustración, secularización, laicismo, ateísmo, comunismo, revolución sexual…) a través de un uso efectivo del poder duro, pero sobre todo, de una utilización magistral de la comunicación a lo largo de etapas y periodos tan dispares. Sus estrategias de persuasión cambian, mutan y se adaptan a cada contexto, pero su mensaje central sigue perenne e inmutable, y por ello, los «tweets», los chistes o las zapatillas deportivas de Bergogglio hay que entenderlas dentro de esa historia cíclica y esa visión estratégica que ha caracterizado a la Iglesia durante sus dos milenios de existencia. El Papa Francisco, del mismo modo que Jesús, San Pedro, San Pablo, Gregorio I, Ignacio de Loyola, Pío XII, Juan XXIII o Juan Pablo II, es un maestro de la propaganda. Nada nuevo bajo el sol.
Para más información:
– COTARELO, R. 2011: “El sueño de la verdad”, Catarata, Madrid.
– DOMÉNACH, J. M. 1953 «La propagande politique«. P.U.F. Paris.
– FRATTINI, E. 2008: «Los espías del Papa«. Espasa. Madrid.
– FRATTINI, E. 2005: «Secretos Vaticanos«. EDAF. Madrid.
– PIZARROSO, A. 1990: «Historia de la propaganda«. Editorial Eudema. Madrid.
– PIZARROSO, A. 2005: «Nuevas guerras, vieja propaganda«. Ediciones Cátedra. Barcelona.
– ORLANDIS, J. 2001: “Historia de la Iglesia”, Ediciones Rialp, Barcelona.
– WEBER, M. 1920: “La sociología del poder”, Alianza Editorial, Barcelona.
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