Marina Barrero Osuna / @MarinaBarrero3
Decía Hobbes, en su Leviatán, allá por 1651, que tan solo aquello que es material goza del estatus de real. La invitación a la reflexión es casi inmediata, porque ¿dónde ubicar todo aquello que sentimos como real, pero que no es corpóreo? Nuestros principios, nuestros valores y nuestras emociones ocupan un lugar relevante en los recovecos de nuestras existencias. Sin embargo, siguiendo la doctrina del filósofo inglés, estos no existen.
Ante este confuso galimatías, no cabe otra solución que un profundo análisis. Está claro que lo que sentimos, lo que pensamos y los criterios por los que nos guiamos tienen consecuencias sobre nuestras acciones. Los actos cometidos por seres corpóreos como nosotros nos certifican que, de algún modo, existen las ideas abstractas que brotan de nuestra cabeza.
Si Descartes basaba la existencia del ser humano en que este piensa, que esos pensamientos sean irreales nos lleva a replantearnos nuestra existencia. No obstante, si planteamos la ecuación a la inversa: “el pensamiento existe porque nosotros lo pensamos”, aparentemente, hemos alcanzado una síntesis entre las enseñanzas difundidas por Hobbes y las transmitidas por Descartes.
“Bajo mi punto de vista negar a Dios es un oxímoron”
Llegados a este punto, me aventuro a considerar que el problema estaba en el planteamiento y profundizo algo en esta respuesta: los que existimos somos nosotros y existir implica “emitir” toda clase de consecuencias como el calor que irradiamos, la energía que gastamos, los desechos que expulsamos y, también, desempañando nuestras dudas, los pensamientos y las emociones que brotan de nuestra mente. De esto, se extrae una máxima, pues claro está que nosotros no somos nuestros pensamientos ni nuestras emociones, sino que somos la causa de estos. Ahora puede entenderse que Hobbes buscara explicar que el mundo debe ser analizando desde una perspectiva materialista, priorizando el motor de las acciones (la humanidad) y no las consecuencias de la existencia de este. Por ejemplo, la cultura, las ideas o incluso la imagen de Dios deben quedar en un segundo plano si queremos entender cómo funciona el mundo y hacia dónde vamos.

Por cierto, sobre la idea de Dios, se han escrito infinidad de ensayos y es tema predilecto de debate. Bajo mi punto de vista negar a Dios, cuya esencia es la misma no corporeidad, es decir, la no existencia, es un oxímoron. Dios es el conjunto de principios ligados a la bondad, la solidaridad, el amor al prójimo, el respecto al entorno, entre otras, en la mayoría de las religiones. Por tanto, la negación de estos valores que son producto de nuestro cerebro, de los que somos causa generación tras generación, es imposible. Precisamente, cuando Nietzsche mataba a Dios en su obra en 1882, se refería a la extinción de los valores cristianos que consideraba decadentes y que, según él, no dejaban avanzar a nuestra especie hacia el porvenir. Cabe añadir que la extinción pasa por la no producción de las mentes de este tipo de valores casposos y no por un anunciamiento categórico.
“El ser humano es la conexión entre lo sagrado y lo mundano”
Asimismo, no puedo dejar de preguntarme qué es del alma en este entramado que acabo de dibujar ¿Se trata de otro concepto metafórico que engloba multitud de principios y valores, o es como la consideraba Aristóteles un ente con vida propia que nos la otorga? La respuesta, a pesar de ser evidente, es desconsoladora, puesto que el ser humano se ha percibido desde que tenemos conciencia de nosotros mismos como el punto de conexión entre lo sagrado y lo mundano, ¿cómo vamos a ser un cuerpo que produce ideas y nada más? ¿No hay nada después de la muerte destinado a nuestra alma? La incertidumbre y el desasosiego que estas preguntas azotan en mi pensamiento han traído de cabeza a la humanidad durante generaciones.
Sin embargo, como aconsejó William Wordsworth, “no hay que afligirse”. Es absurdo que estas cuestiones ensombrezcan nuestro ánimo y nos dejen en el banquillo. Por mi parte, siempre que caigo en este soliloquio sin salida, acabo concluyendo que, como lo que nos identifica son nuestros actos y no nuestros pensamientos, apartar el foco de lo material y vivir a expensas de lo que no existe, si no es por nosotros, sería un error. En fin, a pesar de la inquietud que el vacío tras la muerte pueda causarnos, debemos centrarnos en lo material de la vida. He ahí donde reside el sentido de todas las cosas.

Marina Barrero es graduada en Ciencia Política y Gestión Pública y en Periodismo por la URJC, así como máster en Análisis Político. Ha trabajado en varios medios de comunicación a nivel local y, actualmente, se prepara para opositar a GACE.
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